Mi extraño viaje por Florencia (I)

No sé vosotros, pero yo paseaba por la Galería Ufizzi y me paré a sacarle esta foto a un cuadro porque se me parece mucho a Keanu Reeves...

El viaje en avión comenzó a ser espectacular al atravesar en Mediterráneo, dejar atrás un golfo y empezar a contar barquitos mercantes que seguro que pesaban más de cuarenta toneladas. Desde allí arriba, pegada a la ventanilla, vi llegar tierra y tras un giro descubrí asombrada unas cumbres nevadas que me dejaron ojiplática. Qué montañas tan imponentes. Y tras estas, nos acercamos a una tormenta, cuya parte superior era un mar de nubes increíbles, de esas que se alzan en primavera como enormes bolas de helado de nata. Ya sabéis, nubes blancas de algodón que parece que están estallando como palomitas y se hacen cada vez más grandes. Al atravesarla el avión tembló como un caballo molesto y justo debajo... Todo gris y oscuro como la boca de un túnel de tren, con rayos y truenos. 
Eso me dio que pensar. "Arriba tan bello y pacífico y debajo tan oscuro y apesadumbrado". Si supiéramos lo bellas que son las tormentas en lo alto, igual no nos pondrían tan tristes. Me dio que pensar. 

Llegamos al aeropuerto de Florencia. El contacto con la estación central de tren era simple y fácil de recorrer. Un tren ligero por superficie, como los tranvías. Pero más moderno. 

Llegamos al hotel, descanso de media hora y salimos para Pissa. Del hotel me encantó la llave. Una llave de las de verdad, con llavero de bronce ovalado y un número escrito. Si lanzó ese llavero y le doy a alguien le hago un chichón grande. No es que tuviera intención de hacerlo pero me gusta que una llave de hotel parezca una llave de hotel y no una tarjeta de crédito. Además, la calefacción estaba a tope y te regalaban zapatillas. Yo me había resignado a andar con calcetines pues mi maleta es pequeña. El detalle y el olor del champú me encandilaron.

Atentos a esto: montamos en el tren, el cielo se pone negro, más que llover, jarrea. Salimos del tren, escampa y brilla el sol. 

Subimos hasta ese recinto de Pissa donde se ve todo. Por el camino mi compi viajero me pide parar en un sitio de bocatas. Estamos sin comer desde el café de las 9 de la mañana así que me parece buen plan. Hasta que veo la tienda y los bocatas. Eso no es un bocata es un dinosaurio entre dos barras de pan. Uno de los dueños me da a probar un tipo de carne que asegura hace él mismo. Al probarlo mi mente puñetera sugiere eso está hecho de trozos... idea que me pone mala en la misma medida en la que a mi compañero de viaje le fascina el sabor. Resultado: pido un bocadillo vegetal con queso, tomate, albahaca y berenjena. Madre mía que rico está.

Al llegar al recinto del bapisterio, la torre y la iglesia me quedo impresionada. Muy impresionada. Pasamos de las fotos (hicimos un par, pero sin detenernos demasiado) y luego se me ocurre la feliz idea de invitarle a subir a la torre inclinada. Hasta que veo el precio. Entonces, como él ya ha subido y yo sigo infartada de lo caro que es, decido no hacerlo. Pero mi yo interior da saltitos y brincos en plan "tienes que subir", cuando contesto mentalmente que seguro que no es para tanto, mi yo interior añade un "¿seguro? No vas a volver nunca..." que me pone de los nervios y subo.

Entro en la torre, subo un par de peldaños y entonces siento algo muy extraño. "Algo va mal aquí". Me mareo. No un poco, no algo sutil. Me siento tan mareada como cuando vas en el barco a Vigo y hay galerna. Igual. ¿PERO QUÉ PASA? Cuando noto algo así, incómodo, yo acelero el paso. De manera que subí la dichosa torre en tiempo récord, sintiendo que me caía al vacío o que estaba sobre la cubierta de un barco a punto de zozobrar. Y justo cuando no podía más me pregunté si a la escalera de caracol le quedaban muchos peldaños y bajaron dos turistas de habla inglesa diciendo: twenty one, twenty two..

Bien. Si van en sentido contrario y han contado 22 escalones es que estoy muy cerca. Los subí veloz. Al llegar arriba el viento me empuja contra la reja y me pone la capucha del abrigo. "Ya basta" me digo. Ni vistas, ni fotos, ni nada. Pensar que he pagado 18 euros por subirme a una torre loca. Aún así, trepo los últimos peldaños al campanario. Lo miro, deseo tocar la campana intensamente pero me contengo. A veces me gusta tocar cosas como rocas o árboles. Con la mano izquierda, no sé por qué. Ahora igual. Pero no. Bajo las escaleras a toda velocidad (soy la que baja antes) y aquí viene lo gracioso, cuando llego al último escalón, poso los pies en el suelo y me voy directa contra la pared contraria del torreón. Igual que si me meciera un barco. Un turista que me ve se echa a reír como si me comprendiera.

Yo no entiendo cómo me estoy mareando en llano, ni que fuerza me ha empujado contra la otra pared. Salgo de la torre de Pissa. Una y no más, Santo Tomás. Es una torre completamente loca. 

Pero el lugar es muy bello. De vuelta en el tren a Florencia me quedo dormida. Llueve, bajamos del tren, escampa.

Antes de retirarnos visitamos una plaza y vamos a ver Santa María de Fiore, la Plaza del Duomo (luego reviso si lo he escrito bien). Al llegar a la catedral no puedo creer lo que ven mis ojos. Es el gato de Alicia.


Mi compañero de viaje cree que me he vuelto loca. Pero yo le pregunto si le parece normal encargar una catedral a rayas. Y encima blancas y negras... ¡Y rosas! Ante las puertas del paraíso del bapisterio interpreto el momento del encargo de los Medicci de una catedral.... A rayas! Mi compañero de viaje me mira patidifuso explicándome la lógica humana que sostiene tal decisión.

Pasamos por la plaza junto al Palacio Viejo, y me maravilla las estatuas. Todavía riéndome de la catedral y la soberbia de los Medicci me admiro de las estatuas de Neptuno y Perseo. De Neptuno especialmente al estar desnudo y bañado por luz ultravioleta que lo hace brillar.

Cenamos pizza en un restaurante italiano cercano. De vuelta al hotel me doy tres duchas. La primera era un tímido "refresco con agua". La segunda un intento de no estropearme el alisado pues el pelo se alborota en Florencia. La tercera fue un "todo me da igual, a la porra el pelo y el peinado". Pijama. Dientes. A dormir.

Me despierto a las tres de la mañana. Jarrea. 

A las seis y media mi reloj interior fastidia el sueño de super héroes que estaba teniendo. Media hora después, estoy en el pasillo donde debería recoger a mi compañero de viaje. Es raro que no esté allí. Le hago una llamada perdida. No contesta. Pego mi oreja a la puerta. Esta roncando. Me da la risa, vuelvo a la habitación y encuentro sentido a la frase que me dijo la recepcionista. A veces pasan cosas que luego te hacen falta. Nos dijo, sin venir a cuento, como llamar a otra habitación. Le llamo, le despierto, desayunamos más deprisa de lo normal (pan sin sal) y salimos del hotel hacia la Academia. 

Al salir jarrea, ponemos un pie en la calle, escampa y hace sol. 

Entramos en la Academia: diluvia. 

Salimos tras disfrutar de Boticcelli, escampa y hace sol. 

De camino a la catedral paramos a tomar el mejor café del mundo. Nada más entrar, se pone a llover. Al salir, solo tenemos un paraguas, deja de llover y sale el sol. 

Esto empieza a ser raro. 

Vemos la catedral, hablamos dos horas contemplando la bóveda de Brunelleschi. Salimos y vamos a comer. Mi compañero se parte de risa porque pido un filete de kilo y medio y cuando le digo a la camarera que queremos dos quedo el ridículo y pone cara de que estoy loca. Añade una nota sobre el mantel indicando el peso del filete florentino. Mi amigo se parte. "Ya verás, te va a llover al salir y solo yo tengo paraguas" pienso. 

Cómo sin pan, no porque no haya, sino porque estoy saciada. La berenjena está de muerte. La carne es excesiva. Hablamos de comida y de toros. Nuestras sensibilidades son distintas. Salimos del restaurante. Empieza a llover. Lo sabía, pienso. De repente la camarera abre la puerta y le regala a mi amigo un paraguas. Noto que hay una enseñanza ahí pero se me escapa. Es un paraguas mejor que el mío, que está roto. Él se ríe. Yo pienso que es mejor que no se moje. Acto seguido deja de llover, la camarera sale de nuevo y le quita el paraguas... Pues no era suyo y se ha confundido. 

23.489 pasos después hemos visitado un mirador, la estatua de un sombrerero, he visto una turista japonesa con una falda de reina de corazones, un palacio y el centro histórico... Hemos sido testigos de un rescate en el río Arno. O quizá sólo unos ejercicios de los bomberos. 

Y así transcurre día y medio en Florencia. 

Por cierto, ya no llueve. 

CONTINUARÁ... 



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