Un cuento para San Valentín

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Agatha era el nombre de la mujer que vivía en la casa de la colina, justo detrás del bosque de abedules que lindaba con el río Hudson, cerca de Racon City. 
Nadie se acercaba a esa casa porque decían que estaba encantada. 
Cuando sus padres murieron, a causa de una extraña enfermedad que hizo presa en ellos casi al mismo tiempo, la joven se recluyó en la mansión y dejó de visitar el pueblo. Abandonó la escuela y empezó a cultivar sus propios alimentos.
Pasaba las horas del anochecer delante de la chimenea, siempre rodeada de libros.
Algunos vecinos intentaron romper su aislamiento, visitándola a menudo con el pretexto de llevarle algo de comida, noticias de la ciudad o flores para las tumbas de sus progenitores. Eran amables y curiosos a la vez, aunque los había también que solo  buscaban cosas que criticar luego con malicia en la plaza del mercado.
- ¡Esa chica tan sola acabará mal! -exclamaban.
- Cada vez está más delgada.
- Su pelo se ha vuelto como la ceniza...
- Con lo bonita que era antes...
En muchas de las visitas, Agatha casi no pronunciaba palabra.
Hasta que, al cabo de unos meses, dejó de abrir la puerta.
Sencillamente, no estaba.
Cuando las señoras se hartaron de esperar pacientemente en el umbral para ver a la joven huérfana, el tiempo entre sus visitas se volvió cada vez más largo hasta que por fin, dejaron de ir a molestarla.
¡Con que alegría creyó que se habían olvidado de ella!
Paso meses convencida de que el mundo exterior la ignoraba. Su presencia no era más que un recuerdo vago para el resto de los vecinos. ¡Se había vuelto invisible! ¡Al fin!
Sin embargo, un día apareció una mujer extraña junto a la verja de hierro. Era mayor, y por su atuendo sin duda extranjera. Al principio Agatha la tomó por una vagabunda.
- ¡Ay, cómo está este terreno de abandonado! -exclamó Isabel, que así se llamaba.
- No está abandonado, yo lo cuido -repuso Agatha.
- ¡Nunca vi tal desorden en la naturaleza! ¿Se encargaba antes algún criado de cultivar el huerto?
- Yo he plantado las patatas y las cebollas -contestó ella, desabrida.
- Mi querida niña, ¡qué poco sabes de plantas! ¡Esas hortensias no pueden ir ahí! Y estos ajos, ¡por favor! Tan cerca de las patatas y las zanahorias... Lo mejor será arrancarlos. Se mezclarán los sabores. Los ratones de campo acabaran con todo...y el resto será para los topos.
- Si busca comida, vieja, aquí no hay para usted -respondió Agatha, molesta.
 -Creo que iré a Racon City porque con este desorden es imposible que nada crezca.
- Espere...
La vagabunda se había dado la vuelta y fue entonces cuando Agatha vio las mariposas que revoloteaban encima de sus ropas raídas. Algunas se posaron sobre sus hombros. Otras en el pelo y en la espalda.
- ¿Se da cuenta de que tiene la ropa llena de polillas?
- ¿Te refieres a mis amigas?
La extraña acercó el dedo índice de la mano derecha a uno de los insectos, que se posó tranquilamente en su mano. Luego acercó la mariposa al rostro de Agatha. Al abrir las alas ella comprobó con sorpresa que eran de un bonito color azul, tornasolado.
- ¿Te gusta?
- Es preciosa. De lejos parecía una polilla...
- ¿Quieres que te ayude con el huerto?
Tras meditar unos instantes la respuesta, dijo:
- ¡Sí!
De este modo Isabel comenzó a vivir en la casa de la colina.
Al principio las cosas fueron bien. Durante un año, más o menos, se preocupó de alimentar y vestir a Agatha. Por la noche, se sentaban juntas frente a la chimenea. Durante el día, paseaban cerca del río o recogían frutas y bayas para preparar luego tarros de mermelada casera.
Un frío trece de febrero Isabel tuvo la satisfacción de presentarle a un amigo: un inglés procedente de Newcastle, llamado Thomas Gardner.
- Es un amigo de mi hijo, que acaba de llegar de Inglaterra -afirmó-. Si no te importa, me gustaría que pasara un tiempo con nosotras. Aquí no conoce a nadie. Será solo hasta que logre establecerse por su cuenta.
Al principio Agatha estaba en contra de esa idea. Y de hecho, los primeros días que Thomas durmió en la casa permaneció en silencio. Se despedía con gesto obstinado cada vez que él entraba en la habitación y anhelaba los tiempos en que Isabel y ella estaban solas.
Con el paso de las semanas, sin embargo, se fue acostumbrado a su presencia. No llegó a considerarle un amigo, pero sí alguien agradable que paseaba por la casa, siempre de noche pues por el día desaparecía, y siempre con mirada satisfecha y las manos escondidas en los bolsillos del pantalón.
Hasta la noche en que lo contempló inmóvil observando el horizonte, en el jardín.
Agatha divisó el bosque al otro lado del río y, con cierta turbación, la luz  de la luna que se reflejaba en el agua, acariciaba las copas altas de los árboles y  resaltaba la silueta del misterioso Thomas. Se quedó maravillada de aquel cuadro a contraluz en el que todo parecía mágico e irreal.
Él a su vez se dejó observar sin variar un ápice su postura. Hasta que por fin se volvió hacia ella y confesó:
- No conozco al hijo de Isabel, Agatha, y en verdad yo soy un vampiro.
Durante unos segundos ella no contestó. De repente se echó a reír. Llevaba tantos años sin hacerlo que le sorprendió el sonido de su propia risa.
- ¡Los vampiros no existen!
Él se acercó y la besó en los labios, revelándole que su tacto era frío como el mármol de un tumba.
- ¡Estás helado!
- Es mi naturaleza.
Antes de volver a entrar, por la mente de Agatha pasaron muchas cosas. Se ruborizó pensando que por unos instantes le había creído. Luego pensó que lo mejor sería hablar con claridad y confesarle que en los últimos meses sus sentimientos hacia él habían cambiado. Finalmente, ante la posibilidad de que se burlara de ella, optó por guardar silencio y volver junto a la chimenea.
Isabel fingía leer una obra de Shakespeare, pero sonrió cuando ella se sentó a su lado.
- Si solo se tratase de una cuestión frívola -dijo-, no te diría esto. Pero Thomas es de los que se enamoran una sola vez en toda la eternidad.
Antes de irse a descansar, Agatha reconoció que ella también sentía lo mismo.


Todo esto que os he contado ocurrió hace muchos años, en torno a 1885, y es el motivo principal de que yo no logre vender la vieja mansión de la colina. Cada vez que organizo una jornada de puertas abiertas los cuadros se caen misteriosamente de las paredes, la fuente del jardín empieza a echar agua a borbotones y las rosas blancas aparecen con salpicaduras rojas - ¿quizá de sangre?- que asustan hasta al comprador más osado.
Hay quien dice que Agatha murió a la vez que sus padres, o quizá un poco más tarde que ellos, y que Isabel era un fantasma venido de Europa, que acudió en su ayuda para allanar el camino a Thomas. Hay quien dice que están muertos y enamorados, y que vagan por los pasillos de la mansión cantando su amor en las noches de invierno.
Pero a mí me gusta más la versión apta para todos los públicos. Me la contó la tataranieta del jardinero de los padres de Agatha. Según ella, Thomas no era un vampiro sino un rico comerciante de Connecticut con el que se casó y se fue a vivir al norte.

Todo lo demás, son solo historias sin fundamento y cotilleos.

FIN.

2 comentarios:

Davidel dijo...

👏👏👏👏👏 bravo, bravo, bravísimo !!! Ole, ole, oleeeee!!! 🧛‍♂️🧛‍♀️

Nelly dijo...

Jajajaj... No me gusta San Valentín ... Y los cuentos son un lugar en el que refugiarme...gracias por leerme, David!

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