Candice - Un cuento para cada día.


A mis treinta y cuatro años, mi padre, dueño de una importante industria textil, me dio un ultimátum: o me casaba y fundaba una familia tradicional o me quedaría sin ver un dolar de su magnífica herencia. Semejante condición trastocó mis planes de viajar alrededor del mundo, dedicándome únicamente a la búsqueda del placer egoísta que me proporcionaba su asignación semanal y mi falta total de interés por el trabajo. Así que pregunté a mis conocidos, todos ellos casados y con dos o tres vástagos ya en el mundo, si podrían presentarme quizá a alguna buena candidata a cumplir con el propósito de mi padre de tener un heredero que portara orgullosamente el apellido familiar.
- No sé, Al, hoy en día la gente se conoce por Internet.
La frase la pronunció mi mejor amigo, Daniel, compañero de universidad y profesor adjunto del Departamento de Filología de Warwick.   
Decidí probar, siguiendo su consejo, en una popular página de citas de Inglaterra. Y tras escribir un vago perfil que para nada era capaz de representarme y subir una foto con mis gafas de pasta y mi atuendo de eterno estudiante, comencé a chatear con chicas. 
De todas las mujeres que encontré, la que llamó más poderosamente mi atención fue Candice. 
De hecho, fue la primera a la que escribí. Sólo que no obtuve respuesta. No era de extrañar pues con su cabello pelirrojo y sus ojos tiernos de color azul, seguro que no andaba falta de pretendientes.
Fueron pasando los meses y cada encuentro con aquellas desconocidas era peor que el anterior. Un baile incesante de inseguridades aderezado con café, té y refrescos. Alguna que otra vez con cerveza y siempre con mucha incertidumbre. Hasta que un día, finalmente, recibí una "notita" de Candice.
Fue tal mi emoción que dejé las gafas sobre el libro que estaba leyendo y me froté los ojos para asegurarme que no era un sueño. Sí, allí estaba, frente a mí, un e-mail de color rosa en el que me preguntaba si quería reunirme con ella en una céntrica cafetería londinense, muy de moda. 
Por supuesto, accedí. 
Por el camino al establecimiento me preguntaba cómo serían nuestros hijos si la relación resultaba ser-tal y como yo esperaba- provechosa. Sabía que no debía emocionarme demasiado. A fin de cuentas aquello no era más que un café. ¿Cómo le gustarían a Candice las bodas? ¿Multitudinarias y lujosas o discretas e íntimas?
Doble la esquina de la cafetería imaginándome retoños de cabello rojo y mirada inteligente escudada por unas gafas de pasta. Abrí la puerta y allí estaba ella, una majestuosa belleza de cabellos cobrizos como el sol del amanecer y ojos como lagos de las montañas rocosas. 
- Hola.
- Hola.
- Me alegro mucho de que me hayas escrito -comencé-, ya estaba a punto de abandonar la página.
Ella se apartó un mechón de cabello con un resoplido. Jamás olvidaré aquel primer mohín de desagrado que me hizo pensar en una adolescente mimada.
- Sí, ya sé -dijo-, hay cada friki. ¿Tú no serás un friki, verdad?
Carraspeé.
- No... no, claro, quiero pensar que no. Aunque todos somos frikis de algo.
Me senté y pedimos algo de beber. Una joven morena de ojos claros nos atendió muy solícita y se marchó rápidamente.
- Bueno, ¿te gusta el cine? -pregunté.
- ¡Uff, me aburre!
Vaya. Aquel no era un punto en común. Yo era un fan de las películas de Kurosawa y no me perdía ninguna de Woody Allen.
- ¿Te gusta el fútbol?
- Me quedo dormida cuando hay partido -contestó.
Yo era fan de mi equipo desde hacía muchos años.
- Algo habrá que te guste -le dije, notando una ligera sensación de desasosiego en la boca del estómago. 
Ella se encogió de hombros.
- Hay muchas cosas...
- ¿Te gusta probar distintos tipos de comidas, de otros países...?
- ¡Oh, sí, me encanta!
Ahí estaba. Nuestro punto en común. El nexo que nos mantendría unidos durante cincuenta años o más de feliz matrimonio: la gastronomía. Yo era un forofo de los programas de cocina. Veía todos, incluso uno de un tal "chef Chicote" que emitían a través de un canal español.
- ¡Fantástico!, ¡a los dos nos encanta la buena mesa! Y dime, ¿cuál es tu tipo de comida favorita? ¿la italiana? ¿francesa? ¿balinesa, quizá? Conozco un restaurante cubano maravilloso,... Si quieres te puedo llevar.
- Me gustan las hamburguesas -respondió Candice. 
Parpadeé confuso mientras mi cerebro procesaba la información.
- Ya sabes, la comida americana -dijo, mirándome fijamente.
Sí, lo sabía. Ella me contempló como si fuera un poco corto o lento, como si pensara que tenía un "cerebro relajado" o algo así. A estas alturas de la cita, ni siquiera yo podía fingir que las cosas iban bien. Que era guapa no cabía duda, pero no teníamos una conversación lo que se dice muy animada.
Aún así, decidí no rendirme. Me devané los sesos durante una semana para buscar el mejor restaurante americano de Londres y, cuando di con él, levanté el auricular del teléfono para invitar a Candice a una cena maravillosa. 
- ¿Y por qué no te casaste con ella en vez de conmigo? -me pregunta mi mujer, sentada sobre mi regazo.
- Cariño, ya lo sabes.
Mis dos hijos me miran muy atentos, anhelando el final de la historia. Ellos son demasiado jóvenes y por supuesto, no lo van a entender.
El motivo de que no estuviera casado con Candice era muy simple, y es que cuando llegamos al restaurante americano, en la noche de nuestra segunda cita, la hermosa pelirroja, la sublime, esbelta y maravillosa Candice... pidió una ensalada.
Lo hizo con tanta educación como incapacidad para apreciar la ironía de aquel momento, por lo que pagué la cuenta tras esa cita y no volví a verla más.
Un año después, me casé con la camarera de la cafetería  en la que nos habíamos conocido y aunque la fortuna de mi padre se evaporó con la crisis económica, desde entonces soy un hombre feliz.
Tengo por fin con quién compartir las ironías de la vida.



FIN



1 comentarios:

David Hernando (Davidel) dijo...

Genial,me ha encantado.
Saludos Nelly!

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