Cuento: Las dos hermanas indias


Eran altas horas de la noche y a través de las ventanas de la casa consistorial, de planta redonda, todavía se podían ver luces. Unos golpes quedos en la puerta anunciaron la llegada de un visitante.
- ¿Se puede? -preguntó el niño mensajero.
La alcaldesa ordenaba pesados tomos con planos topográficos y planes urbanísticos.
- Sí, claro... -le dijo.
- ¿Qué haces aquí tan tarde?
- Ordenar.
El niño miró a su alrededor. Había pilas de hojas junto a montañas de carpetas. Montones de clasificadores al lado de pirámides de libros. Salpicaba el cuarto alguna vela dentro de una lámpara, y en medio de todo aquel caos -intentando poner orden-, estaba la alcaldesa.
- ¿Estas bien?
- Claro.
No había acabado de decirlo cuando Nelly se cortó con la arista afilada de una hoja y una gotita de sangre manchó la yema de su dedo corazón. Se giró hacia el mensajero a la par que llevaba a los labios la herida y sus ojos adquirieron una expresión emotiva y triste.
- ¿Seguro que estás bien? -repitió el niño.
- Es que hoy no he hablado con el Muso.
- Pero le has visto.
- Sí, unos minutos, pero eso ha sido pura....
- ¿Casualidad? -terminó él por ella, con una enorme sonrisa traviesa.
- No me digas que tú...
Él quitó importancia al asunto con un gesto de la mano, a la par que se sentaba sobre una pila de libros, dejando que sus pies colgaran sin llegar al suelo. Empezó a balancear las piernas, divertido, mientras la alcaldesa hablaba:
- No recuerdo haberte pedido verlo. Lo que quería era que me contara una historia...
- Las cosas importantes no se piden con palabras, Nell -respondió el mensajero.
- Pero me he quedado sin cuento.
Las comisuras de sus labios se arquearon hacia abajo, mientras volvía la espalda al mensajero para ordenador mil millones de papeles que de la noche a la mañana habían invadido su despacho.
- Oye -repuso el niño-, cuando estás muy agobiada en el trabajo: ¿qué haces con todos los mensajes que recibes?
- Los cierro -respondió Nelly.
- Aaaah.
- ¡Pero no es lo mismo! ¡El Muso es..!
- ¿Humano? -preguntó el mensajero-, al menos... la mayor parte del tiempo.
- ¡Pero yo quería un cuento!
De un salto su interlocutor plantó los pies en el suelo y puso los brazos en jarras.
- ¡Eso es fácil!

Salió del despacho cuando daban las doce y regresó poco antes de la una de la madrugada. Nelly se había quedado dormida sobre un montón de papeles esparcidos en el suelo del Ayuntamiento. Un carraspeo la despertó y al abrir los ojos se encontró con el rostro de nariz aguileña de un extraño al que jamás había visto.
- ¿Quién eres tú?
- Es un cazacuentos -respondió el niño mensajero que estaba detrás de él.
Nelly se incorporó y se rascó la cabeza. El cazacuentos iba vestido de azul marino, con una especie de uniforme, llevaba una mochila a la espalda y una enorme red para atrapar mariposas en las manos.
- Le dije que nuestra alcaldesa quería escuchar una historia y como esta es la ciudad de los Cuentos y él es un cazador experimentado, hemos recorrido todas las calles hasta dar con un buen relato para traértelo. Así podrás descansar... y dejar de ordenar papeles sin sentido.
- ¿Es un cuento tan bueno como los del Muso?
El niño miró al techo, donde por cierto había una claraboya a través de la cuál se veían brillar las estrellas, y suspiró.
- Digamos que es el cuento que te habría gustado que te contara.

Dejó entonces el cazacuentos la red sobre un montón de carpetas que tapaban el escritorio, y aflojó la cuerda que la mantenía cerrada para que pudiera asomar la historia...

LAS DOS HERMANAS INDIAS.

Érase una vez dos hermanas indias que vivían en una pequeña aldea, en los límites de una selva que atravesaba un gran río. A pesar de ser muy parecidas, pues una había nacido tan solo tres minutos antes que la otra, en su manera de pensar no podían resultar más diferentes: Kamala era despreocupada y ociosa, mientras que Indira era trabajadora y constante.
Al cumplir los once años se quedaron huérfanas y tuvieron que ganarse el pan ellas solas. Mientras que Indira cultivaba las tierras de su padre, pescaba en el río e iba muy temprano a vender al mercado, su hermana Kamala dormía hasta mediodía y se pasaba la tarde paseando por el bosque.
Al cumplir los catorce, Indira juntó sus ahorros y compró una pequeña tienda de telas. Trabajó de sol a sol para conseguir los mejores tejidos y pronto se hizo famosa en la región; incluso gentes de los pueblos más cercanos acudían a su tienda.
Las forma dispar de entender la vida de las mellizas era causa de discusión constante entre ellas.
- ¡Siempre estás tan agobiada! -le decía Kamala, dando de comer a los peces de un estanque.
- ¡Y tú nunca haces nada! -replicaba exasperada su melliza.
Mientras que una tenía horas para mirar las estrellas, estudiar la Luna, regocijarse en los detalles que le ofrecía el bosque cuando paseaba o poner nombres nuevos a las flores, la otra apenas disponía de tiempo para comer.
Ambas vivían en una casita sobre la tienda de telas, que Indira había logrado comprar al anterior mercader que estaba establecido allí. Al llegar su decimosexto cumpleaños, la melliza más responsable tenía planeada toda su vida: pronto juntaría un buen ajuar para ella y su hermana, asegurando un futuro cómodo para ambas, se casarían con dos ciudadanos respetables y se mudarían a una gran ciudad.
Con tal fin se desplazó a una región lejana, a lomos de una vieja mula, para comprar la seda más refinada de toda India y preparar así unos vestidos y trajes que aumentaran su fama en la región. Tenía que atraer a los ciudadanos más respetables y poderosos de la ciudad para llevar a cabo su plan. Pero mientras estuvo fuera unas lluvias incesantes asolaron su pequeña aldea, y cuando regresó descubrió con horror que la tienda y la casita en la que vivían habían sido devoradas por la crecida del río.
- ¡Lo he perdido todo! -gritó Indira, hincando las rodillas en el suelo y tapándose la cabeza con las manos.
Los habitantes de la aldea, que caminaban empujando carretillas en las que iban los objetos que habían logrado rescatar del barro, la miraron conmiserativos pues sabían que era la más trabajadora de todos y probablemente la que más riquezas materiales había perdido.
Aunque muchos empezaron las labores de reconstrucción al día siguiente, Indira no fue capaz. Había pasado los últimos cinco años trabajando sin descanso para obtener riqueza, y en apenas una semana lo había perdido todo. Nada merecía la pena, se quería morir. Sentada a los pies de un gran árbol, con el vestido empapado en barro e indiferente a cuanto le rodeaba, lloró amargamente.
Fue entonces cuando Kamala se acercó a ella con una sonrisa amable en el rostro:
- Vamos, tenemos que empezar de nuevo -le dijo, ofreciéndole un poco de fruta que había recogido en el bosque.
- ¡No puedo! -respondió Indira-, ¡es imposible, lo hemos perdido todo!
- Es lo que siempre he tratado de decirte, hermana, no has perdido nada de lo verdaderamente importante. 
Indira levantó la cabeza y se restregó las lágrimas que asomaban en sus ojos.
- Las cosas que de verdad importan no son los objetos materiales, sino las personas. Reconozco que ha tenido lugar una gran catástrofe, por eso debes aprender para la próxima vez: por mucho oro que tengas nunca podrás controlar la lluvia. Si gastas tu vida intentándolo será sólo una pérdida de tiempo. Tienes que hallar el equilibrio en todo lo que hagas, trabajar y disfrutar a la vez.
Gracias a Kamala, que estuvo a su lado siempre, Indira logró superar aquel percance y de nuevo ambas hermanas levantaron la casita de su padre y volvieron a trabajar sus tierras. Dicen los vecinos de la aldea que vivieron pacíficamente y se casaron, la una con un filósofo extranjero, la otra con un mercader de plata. Y aunque cada cuál siguió fiel a su carácter, Indira aprendió a vivir más el presente y Kamala se volvió más responsable.

FIN.



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