Los zapatos celestes - Cuento.


No todos los días encontraba una razón para visitar la ciudad imaginaria de los cuentos. Sus calles son estrechas, los barrios laberínticos, los habitantes inesperados y de las visitas a la misma cabía esperar resultados siempre inciertos. 
La alcaldesa vivía en el centro de aquella ciudad, de la que nadie conocía exactamente sus fronteras. Había meses con tres lunas, ríos hechos de palabras, puentes que cambiaban de posición según donde fueran más 
necesarios y personajes imaginados mezclados con otros verdaderos. Un caos.
Cuando llegué unas nubes de tormenta se mezclaban con otras de color y textura similar a la del algodón, como si se desarrollara una batalla por conquistar el cielo.
- Hola -me saludó un niño pequeño.
Era el mensajero de Cuentos de Nelly, la ciudad inventada.
- ¡Hola! -le dije.
- Hacía mucho que no te veía por aquí, E...
- ¡¡¡Shhhh, nada de nombres!!!
El niño enmudeció.
Cuando uno está de paso, no conviene dar demasiada información. Me agaché a su lado y me fijé en que llevaba una bolsa bandolera cruzada al pecho. Su calzado parecía cómodo, seguramente porque su profesión requería un andar ligero. La mirada inteligente y la franqueza de su rostro era lo que más llamaba la atención de aquel muchacho de tez pálida y ojos redondos y castaños.
- Vengo por esto -dije, desenrollando un pergamino- quiero saber qué significa ésta frase de aquí...
El niño se asomó por encima de mis brazos para leer lo que contenía. Es normal que le llamara la atención que el pergamino fuera el mismo contrato de confianza que el banco había concedido a la alcaldesa hacía poco tiempo. Sin embargo, no dijo nada al respecto a pesar de lo extraño de la coincidencia, si no era el mismo documento que tenía la alcaldesa, se trataba de una copia idéntica a la original. En medio del pergamino había una frase escrita:

 "..... Al calzarte unas zapatillas celestes que no encontrarás"


Miré al mensajero que a su vez levantó la vista para clavar sus ojos en los míos.

- Esto es del Muso, ¿cierto?
Asentí.
El niño sonrió. 
- Bien, ¿qué significa? -quise saber.
El niño mensajero se irguió. Adoptó todo el aplomo de un rey a punto de dirigirse a su pueblo, me miró de arriba abajo, luego estudio de nuevo el pergamino y un brillo divertido iluminó su rostro.
- ¿Lo sabes?
Hizo una mueca. 
- Habría que preguntar al erudito -contestó, rascándose la nariz.
- ¿Quién es ese?
- Vive cerca, ven, es por aquí.
La ventaja de seguir al mensajero es que siempre llegas a donde te propones. Porque conoce los entresijos de la ciudad de los cuentos. Uno podía preguntarle por una historia de miedo para entretenerse, un fontanero o un parque con loros y el niño mensajero siempre sabe hacia donde dirigir sus pasos. Atravesó una cerca de color blanco y una senda para bicicletas, lanzando miradas furtivas a las ventanas de los pisos que flanqueaban nuestro camino. Luego torció a la derecha y levantó la vista por encima de su hombro para comprobar que le seguía. Yo hacía rato que me había perdido. Pensaba en el ruido que hacían mis zapatos al pisar los adoquines de la calle y en el olor a humedad, como el aire fresco del campo por las mañanas, cuando el muchacho se paró.
- Es ahí delante -dijo, señalando una torre torcida, no más alta que un edificio de dos pisos, muy estrecha y con la particularidad de que terminaba en un tejado puntiagudo con una veleta negra.
- ¿Qué es eso? ¡Menudo sitio tan curioso!
Mientras contemplaba lo oscuro de los ladrillos que componían aquella torre, pasando por alto el hecho de que su estructura retorcida era inviable para cualquier arquitecto, el niño se volvió y me dijo:
- El erudito de Cuentos de Nelly lo sabe casi todo. Es un tanto reservado pero si eres amable te contestará a todas las preguntas que le hagas. Se llama Jeff. Vive en la torre desde tiempos inmemoriales, inclinado sobre un escritorio, siempre aprendiendo cosas y atesorando todo lo que consigue discernir. Debes tener en cuenta que guarda el saber en tres cajones diferentes. El primero, el más cercano, es el que guarda el saber cotidiano, las cosas que utilizas en tu día a día. En el segundo cajón hay un conocimiento más... -el mensajero buscó la palabra sin dejar de mirarme, con intensidad-, profundo. Se trata de los conocimientos acumulados durante las experiencias pasadas.
- ¿Y el tercer cajón?
Pareció que le resultaba obvio que iba a hacer esa pregunta, y sonrió enigmáticamente antes de responder:
- Es saber que nadie sabe de dónde ha venido.
- ¿Cómo?
No entendí bien su juego de palabras. Pero no tenía tiempo que perder con aquel niño. Aunque su compañía me era grata, la experiencia me recomendaba no pasar demasiado tiempo en la Ciudad de los Cuentos. Sobre todo si el sol se hundía en el horizonte, por cualquiera de los puntos cardinales pues en esa ciudad imaginada nada tenía sentido. Algunas cosas eran francamente bonitas y excéntricas, pero otras daban escalofríos. 
- Voy a entrar -dije en voz alta, no sé si para informar al mensajero, o por darme ánimos.
Avancé con paso decidido hasta la torre del erudito y llamé a la puerta. Esperé unos segundos que juzgué adecuados para demostrar educación y luego me aventuré al otro lado. Había unas escaleras de caracol, pero la torre por dentro era más ancha de lo que me imaginaba. A simple vista parecía que no iba a poder estar de pie dentro de ella y sin embargo al cruzar el umbral era relativamente transitable. Angosta pero con espacio suficiente como para subir los peldaños.
Llegué al segundo -o quizá al tercer piso-, sin resuello. Topé con otra puerta y esta vez la empuje sin miramientos.
Al otro lado estaba el erudito.
- Buenas... tardes -dije-, quería hacer una consulta sobre... una cosa... que no comprendo.
Si a Jeff le había molestado mi interrupción, desde luego no dio muestra alguna de ello. Se puso en pie, abandonó el escritorio y se acercó a mí para escudriñar mi rostro y mis ojos claros. Como si esperase hallar en ellos la pregunta que yo había venido a formularle. Luego me tomó de la mano y me acercó al candil que había sobre su mesa. Levantó la llama hasta que quedó a la altura de mis mejillas y sin decir palabra dio media vuelta y se volvió a sentar.
- Dime -contestó al fin, con la vista clavada en sus papeles.
- Se trata de una frase.
- ¿Qué tiene de especial? -inquirió empujando el puente de sus anteojos redondos.
- Que no tiene sentido -afirmé.
Esta vez Jeff me miró.
Abrí el pergamino sobre su mesa y noté su estupor al leer aquellas líneas.

..... zapatos..... que no encontrarás....

Sentí que su mirada me atravesaba como si fuera una flecha.
- ¿Quién lo ha escrito?
Iba a contestar pero... ¿qué decirle?
- No importa -Jeff hizo un ademán y se inclinó de nuevo sobre la tinta negra.
Acarició la hoja, luego pasó el índice por encima de las palabras, le dio la vuelta al pergamino, lo puso a trasluz, lo sopesó. Por fin lo dejó de nuevo en la mesa. Yo sentía un nudo en la garganta. Si no decía algo pronto iba a explotar de curiosidad.
En vez de contestar, contemplé admirada que bajaba la mano hasta el segundo cajón de su escritorio. Lo abrió ante mis ojos y sacó un enorme libro gordo sobre cuyas tapas había escrito "Infancia" (childhood). Yo esperé, ansiosa, que al abrirlo asomara un dragón o un unicornio de sus páginas. En vez de eso, Jeff pasó hojas y hojas amarillas, y otras de colores indeterminados, hasta dar con la que buscaba. Le dio la vuelta y la señaló.
- "Las Aventuras de Sol"-leí yo.
Parpadeé. Era un libro de mi infancia. De la colección de Barco de Vapor. Una pequeña gran obra que debía estar en algún desván.
- ¿Qué tiene que ver eso con la frase?
Jeff señaló el episodio que había debajo en el libro. Narra la historia de una pregunta, un acertijo situado en la parte final de la trama, en el que una bruja pregunta a un niño: "¿en qué se parece un cuervo a un ordenador personal?" Según el libro, y su autor, el niño debía esperar a hacerse mayor para obtener una respuesta a dicha pregunta. Claro. Lo leí con siete u ocho años. Y diez más tarde el libro se me cayó en la cabeza, desde lo alto de una vieja estantería. ¡La pregunta!, recordé yo, buscando entre sus páginas. Como ya era adulta, sabría la respuesta. Pero al leer el capítulo de nuevo (volver al bosque, volver al mismo sitio) me entró la risa pues, ¡sólo un niño podía pensar que había respuesta a semejante pregunta! 

Medité un rato.

Luego miré a Jeff.

La frase del pergamino no tenía sentido. Nadie puede ponerse unas zapatillas que no encuentra. A no ser que las lleves todo el tiempo. Le conté mi idea al erudito pero este negó con la cabeza. Señaló el tiempo verbal de la frase, era futuro. Luego no podías llevarlas ya puestas. Entonces, quizá sea una metáfora. Jeff negó con la cabeza, todo esto sin hacerme el menor caso pues seguía enfrascado en sus libros. 
Suspiré.
Y entonces lo vi claro.

- No se trata de la frase, ¿verdad? Es como la pregunta.

Jeff me miró a los ojos. 

- ¿Qué se te ha ocurrido? -Empujó de nuevo el puente de sus gafas. Ahora su actitud había cambiado, parecía francamente interesado en mí.

- La pregunta del libro de las Aventuras de Sol no tiene que ver con la respuesta, tiene que ver con que sólo un niño puede pensar que hay respuesta.  A lo mejor las zapatillas tienen que ver con eso. -Al notar que seguía atentamente mis palabras, me animé a continuar-, es posible que no tenga sentido. Es decir, que simplemente sea algo ilógico. ¿No?

- ¿Algo sin ninguna razón? Todo tiene una razón y un porqué -contestó el erudito.

Ya. Y estaba muy bien saberlo. Conocer todos los porqués y todas las razones. Pero ¡diantres! la de aquella frase se me escapaba. A lo mejor era algo sin sentido, simplemente. Al notar que la luz menguaba decidí que debía atajar cuanto antes aquella visita. La luz del sol discurría por el exterior de la torre retorcida a medida que avanzaba el ocaso. Se me acababa el tiempo. No me quedaría en la ciudad al caer la noche.

- De acuerdo, ¡seamos lógicos! -casi grité, impaciente-, si es como en el libro, entonces la respuesta no está en la pregunta sino en la posición del que la recibe.

- ¿A qué te refieres? -preguntó el erudito de la torre.

- Pues... una cosa que ocurre sin sentido no es porque no lo tenga, a lo mejor esa cosa está bien posicionada pero somos nosotros los que no lo estamos, y por eso no le vemos la lógica.

Jeff estaba francamente interesado. Y también yo, porque a decir verdad no tenía ni la menor idea de lo que le había dicho. Ni me sentía capaz de repetirlo. Nos movíamos en el campo de la metafísica... y todo por unas zapatillas celestes.

- Siento interrumpir -dijo el niño mensajero, adentrándose en la torre-, pero si quieres dejar la ciudad antes de que el último rayo de sol se esconda, será mejor que nos vayamos ya.

- ¿Sabes qué significa la frase? -insistí mirando a Jeff.

- No es el qué, sino el porqué -me respondió el erudito-, la frase no tiene lógica y sin embargo, existe. De eso se trata. 

Y eso fue todo cuanto me pudieron aclarar al respecto en la Ciudad de los Cuentos.
Si alguno de vosotros sabe cómo es posible calzarse unas zapatillas que no... encuentra, que me lo explique.
Sea como fuere, el acertijo mereció una visita a la ciudad inventada, y ello nos dio a conocer a nuevos personajes que la pueblan.

FIN.


fuente imagen: geocities.jp





2 comentarios:

Victoria dijo...

Puede ser que no las encuentres tú, sino que te encuentren ellas... como un regalo?? jajajaja

Nelly dijo...

¡Me gusta mucho esa idea!!!!!

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