"El tesoro de Ambrós Puch" - Nelly

Se levantó una mañana muy temprano, se puso un sombrero, una bufanda y se marchó sin decir adiós a sus hijos.
Su apellido era Puch y su nombre, Ambrós. 
Caminó y caminó hasta la carretera y al llegar al límite de su pueblo lo dejó atrás sin titubeos, cuando el sol alcanzaba su punto más alto en el cielo. Antes de abandonar la pedanía tropezó con Manolita, la mujer del carnicero.
- ¿A dónde va usted, don Ambrós, con este cierzo y sin temor al frío?
Don Ambrós alzó la mano y le saludó como quien quita importancia a algún asunto, quizá diciendo "adiós, adiós" o puede que espantando alguna mosca que le zumbaba junto a la oreja.
Manolita, extrañada, fue a dar noticia del encuentro a Sofía, la comadrona. Juntas corrieron a avisar al párroco, don Ernesto, y como ambas eran muy cotillas, en media hora lo sabía ya todo el pueblo.
- ¿Dónde habrá ido este hombre ahora? -se preguntaban en la plaza del mercado, unos a otros.
- ¿Qué se le habrá ocurrido? -se inquietaba el párroco.
- ¡Con esa cabeza que tiene! -exclamaba la pescadera en un corrillo con sus clientes.
- ¡Y dos criaturas en casa! -se lamentaba Sofía.
Entretanto, don Ambrós llegaba ya al Puente Viejo que atravesaba el río. Lo cruzaba con ánimo ligero y el sombrero bien encasquetado en la cabeza.
La parada del autobús que unía su pedanía con la capital estaba marcada con un hierro oxidado del que pendía un cartel de color desvaído y letras inteligibles, colgado en la rama de un roble vetusto.
Allí se detuvo a esperar hasta las cinco de la tarde. Apareció entonces el transporte que debía de tomar para llegar a la capital, tres horas después. Al paso del vehículo por las calles de Madrid se admiraba el señor Puch de lo gallardo de las avenidas y lo espléndido de las residencias de quienes vivían en la ciudad.
Bajó en el centro del distrito financiero, caída ya la noche, y caminó hasta el bufete de abogados el cuál era su destino desde el principio.
- Buenas tardes -saludó al llegar-, busco a don Armando de la Torre.
Le observaron por encima de unas gafas rectangulares unos ojos de mar estival que le atravesaron el alma.
- Pues en estos momentos no está -contestó la señorita de la recepción-. Acaba de irse a su casa. ¿Quiere dejarle un mensaje? No regresará hasta mañana por la mañana.
- No, no -replicó Ambrós-, no es necesario. Sabré llegar a su residencia.
Don Ambrós no caminó demasiado antes de comprender que en la ciudad no resultaba sencillo orientarse. A menudo cruzaba las amplias avenidas por lugares poco adecuados y el ruido del claxon de los coches le resultaba terriblemente molesto.
A la siete de la tarde, encendidas ya las farolas que parecían pepitas de limón brillantes en medio la oscuridad, penetró en el barrio de Buenaventura y consiguió, a base de preguntar a los que allí residían, alcanzar el edificio La Estrella, donde vivía don Armando.
- ¡Mi buen amigo! ¡Cuanto tiempo! -le saludó éste con afecto al abrir la puerta de su casa-, pero pasa, no te quedes ahí parado.
Don Ambrós entró en el espacioso recibidor y colgó su sombrero en un perchero, junto a un abrigo que debía de costar más que las cosechas de dos años de trabajo juntos.
- Perdóname por no esperarte en la oficina -se disculpó el abogado-, tenía que tratar un asunto urgente y mi empleada del hogar no fue capaz de encontrar unos papeles que le pedí. Al final tuve que desplazarme hasta aquí y resolverlo por teléfono. Luego me di cuenta de que ya era muy tarde para volver y confié en que supieras llegar a mi casa.
- Así ha sido -contestó don Ambrós.
A un observador poco inteligente le habría pasado desapercibido el leve rictus de los labios del campesino al contemplar la opulencia de la casa del abogado. Pero si en algo destacaba don Armando era en comprender las reacciones de la gente y saber leer sus rostros.
- Han pasado muchos años... -comenzó, guiándole a través de un corredor con suelos de mármol, hasta un estudio tan grandioso como la biblioteca que contenía.
- Sí -respondió él otro, sorprendido al ver el tamaño de la chimenea.
Se ve que a don Ambrós le costaba arrancar en cuanto a exposición de cuitas se refería. Así que el licenciado tuvo que ofrecerle un vaso de vino y algo de charla trivial antes de llegar al quid de la cuestión que había motivado la visita.
- Hace algunos meses las heladas echaron a perder el trabajo de mis tierras -confesó don Ambrós-, y rogué al cielo que obrara un milagro. En mi desesperación di mi palabra de compartir con generosidad mis bienes con un amigo si el Todopoderoso me sacaba de aquel aprieto. 
- ¿Y lo hizo?
En respuesta a su pregunta, don Ambrós extrajo un objeto de su bolsillo, cubierto con un paño roñoso, que al descubrir brilló todavía más en contraste con la tierra y suciedad que lo machaba.
- ¡Qué maravilla! -exclamó don Armando.
Un pequeño lingote de oro, pesado y refulgente, quedó apoyado sobre la mesa de roble del abogado.
- ¿Es auténtico?
Don Ambrós asintió.
- ¿Cómo ha llegado a tus manos? -preguntó el licenciado con suspicacia.
- No es lo que piensas. No he robado ningún banco. Una tía mía que vivía en Le Mans tenía una gran fortuna. Sabiendo que llegaba su hora y sin más herederos, dejo dispuesto que todo su oro fuera fundido en un lingote, este que ves aquí, y enviado a sus familiares en España. Pero la persona que iba a recibirlo al parecer está en la cárcel, y mi tía dejó por escrito que cualquier hecho delictivo impidiera cobrar esta herencia. De modo que un abogado me hizo llegar el oro y me dijo que me asesorara bien pues había que atar muchos cabos sueltos para poder convertirlo en dinero, y disfrutarlo tanto yo como mi familia y mis futuros herederos.
- ¡Pero eso es maravilloso! -contestó don Armando-, brindemos por tu buena fortuna. Me alegra que la Providencia trajera tan pronta y buena respuesta a tus oraciones. Supongo que estás aquí porque quieres consejo legal. Bien, has de saber...
- No he terminado aún -le atajó el campesino.
El abogado le miró con sorpresa, mas se rehizo enseguida y aguardó en silencio a que su amigo continuara.
- ¿Recuerdas lo que te he dicho al principio de la conversación? Di mi palabra de compartir lo que ganase con algún buen amigo...
Por un instante, la idea de que el campesino estaba allí para entregarle la mitad de su fortuna recién adquirida cruzó fugaz por la mente del licenciado. Pero si ya tenía suficiente dinero, ¿qué respuesta le podía dar? Armando tenía todo cuanto deseaba: un bufete propio, fama y renombre como un abogado competente y una familia encantadora.
No obstante se alegró de no abrir la boca para rechazar lo que aún no le había sido concedido puesto que la respuesta de don Ambrós le sorprendió muchísimo:
- No sé, realmente, quiénes son mis amigos y ése es el motivo de la visita. Esperaba que tú pudieras ayudarme en este asunto, pues como ves es delicado.
Un silencio sobrevino a estas palabras.
- ¿Cómo? No te comprendo, Ambrós... ¿qué consejo vienes a pedirme?
- En el pueblo nadie sabe lo del lingote de oro -contestó su huésped-, si se enteran, ¡vendrán todos a pedírmelo! No sé con quién debo compartir mi fortuna. Y por otro lado quiero ser fiel a mi palabra de hacerlo.
Si no hubiera sido él quien pronunciara aquellas frases, con el ceño fruncido, pálido de preocupación y los puños apretados sobre el reposa brazos del sillón del abogado, éste se habría echado a reír ante tal locura.
¿Don Ambrós venía a pedirle consejo porque no era capaz de dilucidar con quién compartir su tesoro?
No obstante, tras unos instantes de reflexión comprendió que el asunto que había motivado un viaje de doscientos kilómetros no era para tomárselo a guasa. 
Recostándose en el sillón, el abogado contempló de hito en hito al campesino, sopesando las palabras que utilizaría para ayudarle, y echando fugaces vistazos al oro al que las llamas de la chimenea arrancanban destellos anaranjados.
- Así que no sabes con quién compartir tu tesoro, porque no sabes realmente quiénes son tus amigos...
Don Ambrós asintió. Luego se echo hacia delante y comenzó a enumerar las causas de sus quebraderos de cabeza:
- Está doña Sofía, la comadrona, que ayudó a mi esposa a dar a luz y habla siempre conmigo cuando nos cruzamos en el mercado. También el párroco, don Ernesto, viene a casa los domingos por la tarde a tomar un café y siempre nos cuenta que hace frío en la iglesia y no tiene para reparar el tejado. Luego están los vecinos: don Manuel y doña Manolita, a los que conozco de toda la vida y que hace poco nos invitaron a su boda. Esta también el cartero, don Luis y la lechera, doña Inés, cuya hija da clases de piano a mi sobrina. El señorito que cuida los caballos del terrateniente también es amable conmigo y me ayudó a cambiar la rueda del tractor el invierno pasado. No podemos olvidar a doña Laura, la que cose los vestidos a mi esposa, ni a don Juan, que no tiene trabajo ahora mismo y que siempre que me ve paseando me saluda, muy amablemente. Hablo bastante con él, así que también lo podría considerar un amigo. Y luego, claro, estás tú... a quién no veía desde el colegio.
Fue en este punto en el que el abogado hizo un gesto como para cortarle.
- No sigas por ese camino -le dijo-, yo soy amigo tuyo pero hace años que no nos veíamos. Más de una década. No puedes considerarme un amigo con el que compartir tu oro.
- Y sin embargo, lo hago.
- Pues no deberías. En cierto modo, soy más bien un conocido al que has venido a pedirle consejo.
Tras un profundo suspiro, don Ambrós guardó silencio.
- No sé qué hacer.
- Bien, veamos -dijo don Armando, levantándose. Cogió la copa y tornó a mirar su gran biblioteca-. Tú problema es que no sabes elegir, entre tantas personas que te rodean, al amigo o amiga con el cuál has de compartir tu fortuna, para ser fiel a la palabra que diste en un momento de angustia. 
- Así es.
- Quédate esta noche en mi casa, telefonea a tu esposa -dijo acercándole el aparato que descansaba sobre su mesa de despacho-, guarda el oro por el momento y déjame pensar hasta mañana en la mejor forma de abordar este asunto.
- De acuerdo.
Durmió aquella noche don Ambrós en la casa del licenciado. Por la mañana, tras un buen desayuno, don Armando de la Torre le pidió que expusiera, con todo detalle, las cualidades de la relación con cada una de aquellas personas.
La exposición le llevó toda la mañana, por lo que el abogado tuvo que telefonear a la oficina y posponer varias citas previstas.
- De acuerdo, te diré lo que vas a hacer. Deja en mis manos este asunto y vuelve a casa libre de preocupaciones. Con toda esta información que me has facilitado -le aseguró señalando sus notas-, sabré dilucidar quién de todos ellos es tu amigo verdadero.
- Muchas gracias -dijo don Ambrós.
- Nada, nada, no me las des. Pero antes de irte, ten: es un billete que ha encargado mi secretaria. En vez de volver en autobús a tu pueblo, hazlo en tren, sólo habrás de buscar ésta estación -señaló el mapa-, y tomar el tren del andén 5. ¿Podrás recordarlo?
- Andén 5. Sí. Muchas gracias de nuevo.
Se despidió don Ambrós con grandes reverencias, como si en vez de a un licenciado hubiese ido a visitar a un obispo o un cardenal. Viéndole marchar, don Armando se permitió una sonrisa apenas esbozada y regresó a sus quehaceres legales.
No fue sino hasta muchas horas después cuando don Ambrós se dio cuenta del engaño. Llevaba ya dos horas de viaje en tren cuando sintió un escalofrío. Un presentimiento de que algo no iba como debía. Quizá fuera que el sol por su ventana estaba en una posición un tanto extraña, pues viajaban hacia él en lugar de dejarlo a sus espaldas.
Se levantó notando un sudor frío recorriéndole la espalda. ¿A quién preguntar? Todos los que viajaban parecían hombres y mujeres acomodados. Ni siquiera sabía cómo expresar su inquietud. Al cabo de unos cuantos paseos arriba y abajo por el vagón de madera se acercó a una señora oronda con un sombrero adornado con una flor de tela.
- Disculpe, ¿hacia dónde viaja este tren?
La mujer apenas levantó la cabeza de la revista que estaba leyendo y contestó:
- Hacia Burgos.
¿Burgos? ¡Pero eso estaba muy lejos de su casa!
- ¿Cómo se detiene? -preguntó angustiado.
La señora esta vez sí dejó de lado los cotilleos sobre las famosas. Miró al campesino bastante extrañada:
- Éste no para. Los trenes del andén 5 son directos, por eso también resultan más caros.
Don Ambrós sintió que el aire no le llegaba a los pulmones. Regresó a su asiento, se sentó y se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. ¿Dónde estaba su oro? ¡Aquel licenciado retorcido le había escuchado toda la mañana, mientras su empleada del hogar robaba su tesoro y compraba un billete que le alejaba casi 900 kilómetros de su destino!
Rezongó en voz baja un par de maldiciones y notó las lagrimas aflorar a sus ojos, esos que habían visto tantos inviernos crudos y tantas cosechas echadas a perder sin humedecerse.
Al bajar en Burgos del tren, echó un último vistazo a su espalda y preguntó al maquinista cómo podía regresar a casa.
- Mañana hay un tren directo a Madrid. Sale a las seis de la tarde.
Don Ambrós no tenía donde pasar la noche, ni tampoco dinero para volver a casa. Se encontraba todavía vapuleado por la traición de don Armando, confuso y aterido de frío. Llevaba un poco de calderilla encima pero le daba vergüenza usar la cabina para llamar a casa, pues no quería que su mujer y sus hijos supieran la tontería que había cometido.
Al final se acercó a la aparato, lo descolgó y pidió a la telefonista que le pusiera en contacto con un teléfono de su pueblo.
- ¿Diga?
- Juan, me he metido en un lío.
- ¿Ambrós, eres tú? ¡Todos te están buscando!
Don Ambrós narró a Juan, con pelos y señales, todo lo acontecido. A excepción de lo del lingote, que se limitó a llamar "su herencia"; si que le contó su pérdida, el viaje en tren a un lugar extraño y el frío y desamparo que sentía.
- Tengo familiares en Villadiego -le aseguró don Juan-, haré que te recojan y mañana vemos la forma de que regreses a casa. Y si tenías un problema económico, ¿cómo no me lo dijiste antes? Te habría ayudado con la cosecha...
- No quería molestarte, ya sé que no tienes trabajo...
- ¡Pues precisamente, Ambrós, cuando lo vendiéramos todo ya me pagarías! Que yo confío en ti, hombre, y sé que el negocio habría llegado a buen puerto...
Tal y como le dijo por teléfono, el primo de don Juan que residía en Villadiego pasó a recoger a don Ambrós y aquella noche el campesino durmió en su casa. Al día siguiente le compró un billete de autobús para regresar a su pueblo, y aunque tardó casi doce horas en llegar, el alivio de verse de nuevo en un paisaje familiar le hizo olvidar todas sus penurias.
Salvo la pérdida del lingote de oro.
- No te preocupes por tu mujer -dijo don Juan cuando llegó al pueblo-, le dije que estabas con un familiar por un asunto de negocios que al final no salió bien y que en cuanto regresaras a casa lo explicarías todo.
- Gracias por cuidar de ellos.
- De nada, hombre, de nada, ¿para qué estamos sino?
Entró en casa don Ambrós con expresión de hombre derrotado. Su mujer, Rosa, le rodeó con sus brazos en un afectuoso saludo y luego le dijo que había llegado esa misma mañana un paquete urgente para él.
- No lo he abierto aún pero pesa mucho -le dijo Rosa, entregándoselo.
Cual no fue la sorpresa de don Ambrós al comprobar que el paquete que había traído el cartero no era sino el lingote de oro, que don Armando -el abogado- le había mandado desde la ciudad.
Telefoneó rápidamente al licenciado para pedirle explicaciones.
- ¿Cómo has podido hacerme esta canallada? -le preguntó-, y ahora me mandas el oro, ¡no lo comprendo!
- Seguro que no, amigo mío -dijo el abogado, recalcando las últimas palabras.
- Tuve que dormir en casa de unos extraños, ¡nada menos que en Burgos! a casi mil kilómetros de casa...
- Que exagerado eres...
- ¡Todo por tu culpa! mentiroso, canalla prepotente...
- Ambrós.
- ¿Sí?
- Si ya has acabado de insultarme, ¿te importaría decirme cómo has vuelto a casa?
- Me ayudó don Juan -respondió el campesino-, una de las personas de las que te hablé cuando estuve en tu  mansión.
- Comprendo. Y dime, Ambrós, ¿por qué acudiste a él y no a otro?
- Porque confío en él -fue la pronta respuesta-, sé que se preocupa por mí, que está cuando le necesito. Tiene mi confianza igual que yo tengo la suya, habla sin tapujos y no me quiere por ningún interés, o porque seamos vecinos, sino porque realmente se preocupa por mi bienestar.
- Ya veo -respondió el abogado-. Y dime, ¿todavía tienes dudas sobre con quién compartir el lingote de oro que yo te he mandado de vuelta a casa?
Don Ambrós abrió la boca para contestar pero se quedó callado. Las palabras nunca llegaron.
La risa franca de don Armando de la Torre le hizo salir de su ensimismamiento.
- Bueno, me alegro de haberte ayudado -dijo el abogado más famoso de Madrid-, no voy a cobrarte nada por la consulta porque lo cierto es que me he divertido mucho contigo, don Ambrós. Aunque no lo creas, tu intuición hizo bien en llevarte hasta mí, pues a pesar de la distancia sabes que soy un hombre honesto, todo lo honesto que puede ser un abogado, y que también puedes contar conmigo, como un amigo y no solo un asesor, como te dije hace unos días. Te pido disculpas por mi ardid pero quería que te dieras cuenta por ti mismo de cual era la respuesta.
Se despidieron con la promesa de una pronta visita del letrado al pueblo que le vio nacer.
Don Ambrós no tardó en contarle a Juan lo de su recién adquirida fortuna. Repartieron el dinero de la venta del lingote de oro y nunca jamás perdieron su amistad.
FIN.

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