Hoy me gustaría perderme en,...

Hoy me gustaría perderme en la Ciudad de Venecia, recorrer la orilla del Gran Canal y pararme frente a la fachada de la Ca´d ´oro... donde me estaría esperando un Duque. El Duque Mariano De Mestre, de una familia noble y adinerada. Sólo que este Duque no es feliz siendo rico, por ese motivo se ha fugado de una fiesta de disfraces. Se hace pasar por un veneciano pobre. Y como yo soy forastera recién llegada a la ciudad, no reconozco los rasgos del aristocrata.
El Duque me mira con asombro y alarga su mano para invitarme a salir de la góndola, que me mece suavemente en dirección la viejo palacio, de fachadas relucientes.
Con parsimonia me apeo de mi transporte.
- Buenas noches, bella dama -dice el Duque-, ¿a quién tengo el honor de acompañar.
- Me llamo Miranda de Bellaterra -contesto, algo turbada-, y estoy buscando la casa de mi tío, Don Diego Rivera...
Un nombre tan español no puede pasar desapercibido en el Veneto, más el Duque se muestra algo contrariado.
- ¿Qué os turba?
- Vuestro tío -dice-, es el magistrado más cruel de la ciudad.
-No es posible-respondo-, mi tío es un procurador noble y famoso...
- Por lo severo de sus sentencias...
- Por lo loable de sus empeños -replico yo, ofendida.
- Mi querida niña, -dice el Duque de Mestre-, que equivocada estáis y que bella lucís bajo las estrellas. Permitidme que os muestre la realidad de esta ciudad, la Venecia que nadie conoce, la Venecia oculta...


Atravesamos las calles, y me dejo guiar hasta cruzar el Puente de Rialto, sólo que al otro lado, en el Mercado, veo brillar una luz a pesar de ser una hora tardía.
- ¿A dónde me lleváis?
- Vamos a ver a un amigo...
Subimos las escaleras del viejo edificio del Mercado hasta una estancia por debajo de cuya puerta se cuela la luz trémula de una vela casi consumida.
- Marco -dice Mariano, golpeando la hoja de madera ennegrecida por el paso del tiempo.
Un hombre enjuto, de mirada velada, viene a abrirnos con aire circunspecto y temeroso.
- ¿Quién anda ahí?
Solo entonces reparo en que está ciego.
- Soy yo, tu amigo Mariano.
- ¡Mariano de Mestre!
- El mismo.
- ¿Y a qué debo yo el honor?
- Vengo a presentaros a una amiga.
Entro en la estancia y miro a mi alrededor.
- Se llama Miranda de Bellaterra, y es sobrina del juez Diego de Rivera...
El rostro del ciego se enciende con la ira.
- ¡Ese malnacido! -Exclama alzando el puño hacia un enemigo invisible.
Mi enojo crece a la par que el suyo.
- ¡No insultéis a mi tío! ¡No tenéis derecho!
- Tengo todo el derecho del mundo -me contradice el ciego-, pues a él debo estos ojos velados, todo porque no quise explicarle dónde estaba oculto el tesoro de Venecia...

El Tesoro de Vencia no era un cofre lleno de monedas de oro, ni la tiara de una baronesa rica, ni siquiera el talismán de un mago condenado, procedente de la antigua Rusia...no. Nada de eso. El Tesoro de la Venecia Oculta era una ilusión. Una lágrima vertida hace muchos años, por una sirena que llegó al Gran Canal, y pensó que la ciudad era tan bella, tan misteriosa y tan brillante que bien merecía derramar una gota de ta preciado elemento.
La lágrima se deslizó por el Canal, cruzó un puente y alcanzó una orilla, y todos aquellos con los que se cruzaba a su paso veían cumplido un deseo.
Un mercader pidió tener un barco más grande, un ilusionista trabajar en la Corte del rey de Francia, y Marco Castello, el ciego al que ahora consolaba el Duque de Mestre, deseó ser feliz para siempre.
A partir de aquel día, Marco se convirtió en el hombre más dichoso de Venecia. Nadie entendía muy bien porqué, pero siempre estaba sonriendo. No le afectaban las críticas de los demás, los golpes de infortunio, ni las habladurías de sus envidiosos vecinos. Era feliz.
Tanto juvilo no tardó en atraer las miradas envidiosas de nobles y aristócratas de Venecia. Hombres poderosos e infelices que se preguntaba qué podía hacer que Marco fuera un tan dichoso.
No cejaron en su empeño hasta que le ordenaron detener. Fue acusado de un sinfín de injusticias, mintieron, le tendieron trampas... pero Marco salía airoso y siempre, siempre era feliz.

- Porque la felicidad no depende de los otros -dice Marco a su audiencia.
- ¿Y de qué depende? -le pregunto yo, interesada.
El ciego no contesta.
- ¿Por qué me traéis a escuchar estas majaderías? ¡La felicidad depende de como nos van las cosas, siempre ha sido así y siempre lo será!
El Duque de Mestre me mira con el ceño fruncido, y luego baja la cabeza.
- ¡Ese es un error tan típico de la aristocracia! -contesta Marco.
- La felicidad es una cuestión interior -añade Mariano de Mestre-, no depende de los demás, sino de vos. Nadie puede juzgar vuestros actos y decisiones con más legitimidad que vos misma. Vuestro tío, sin embargo, no sólo no comparte esta opinión sino que se cree con el derecho de dictar sentencias que afectan gravemente a la vida de los otros...
Me quedo callada, pensando. ¿Y si aquel Duque de rostro tan hermoso tiene razón?
- Pero, ¡debe haber unas leyes! -Exclamo-, ¡debe haber un orden!
Los ojos del Duque brillan ardientes al replicar:
- ¿Y quién ha de ponerlo? ¿quién establece las normas que son válidas para vos, y nada más que para vos? ¿Y aquellas que van a marcar vuestra vida?
Marco, el ciego, callaba mientras recordaba los tristes acontecimientos que le llevaron a refugiarse en el Mercado de Railto.



SEGUIMOS CON EL CUENTO...



- Una tarde lluviosa de noviembre -dice el mercader ciego-, Don diego mandó a sus perros a registrar mi casa, mientras con un falso pretexto yo era detenido de nuevo... Sólo que, en esta ocasión, logró su objetivo. Encontró la lágrima de sirena que guardaba en un frasco de cristal de Murano. Don Diego escudriñó aquella lágrima sin saber ni lo que era, pues su duro corazón era incapaz de entender el sentimiento ajeno o, si lo hacía, era sólo para regocijarse con el dolor que causaban sus sentencias.
"Lo que sí pudo notar fue que aquella tarde se le cumplieron muchos de sus deseos. Uno de los cuáles era verme infeliz. Aprovechó la envidia de otros mercaderes y me acusaron de un crimen que no había cometido. En su afán por arrancarme una verdad corrompida, al interrogador se le fue la mano y de sus torturas saqué estos ojos ciegos.
- ¡Qué terrible! -me horrorizo sólo de pensarlo y, por ello, me resisto a creer sus palabras.
Mis nuevos amigos intercambian unam irada rápida.
- Tan despreciable injusticia no ha de quedar sin castigo -asevera Marco.

2 comentarios:

Janendra Cien Pájaros dijo...

Mmmm ¿y las sirenas?

Anónimo dijo...

Me recuerda a "El mercader de Venecia" ¿tiene algo que ver?
Por cierto me encanta como utilizas las palabras ;)
Saludos
Lin

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