La Isla de Mathilda

Hace cuatro años el crucero de verano en el que viajaba fue sacudido por un terrible temporal y naufragó. Todos los pasajeros fueron rescatados, salvados o remolcados por otro navío que pasaba por la zona.
Todos, menos yo. Que tuve la mala suerte de ser arrastrada por la corriente hasta una isla desierta.
Era una isla pequeña, de no más de doscientos metros cuadrados. Tenía tres palmeras: dos cocoteros y un banano. Un manantial subterráneo que afloraba entre ellas, una hamaca (bueno, ésa la construí yo), dos playas (la norte y la sur) y una semi-gruta (tan chiquitita no podía ser ni gruta entera), en la que guarnecerse del frío.

Como no había espacio para mucho más pensé que aquella isla sería mi fin. Condenada a morir de tedio o aburrimiento.

Los tres primeros meses, sin embargo, no fueron tan malos: contaba estrellas y les ponía nombres de amigos. Como había más de un millar y yo sólo tenía un puñado de buenos amigos, cuando se me acababan los nombres, repetía.

De este modo, más de un centenar de personas queridas me observaban y hacían compañía desde la bóveda celeste.

También rescaté un erizo del nido de una gaviota (me lo agradeció pinchándome), y un día descubrí un mono hurgando entre las escasas pertenencias que había guardado en mi gruta.

¡Ah!, por cierto, me llamo Sara (se me había olvidado presentarme). Significa "princesa" en hebreo. ¿No es hermoso?
Mi padre me puso ese nombre porque esperaba que me casara con un noble o un prícipe algún día, cosa que jamás iba a suceder sino conseguía salir de mi isla.

Una vez estuve a puntito de conseguirlo, pero tras hacer señales desde la playa durante tres días a un navío que se recortaba en el horizonte, resultó ser un barco pirata. Y tras acercarse, sus tripulantes me hicieron una oferta que tuve que rechazar.

Una mañana en nada diferente a las demás, un objeto brillante apareció a las orillas de mi costa. Al acercarme descubrí una botella de vidrio verde semienterrada en la arena. Me agaché a recogerla. En su interior había unas cuantas conchas, agua de mar y una estrella.

La saqué como pude y tras devolverla al océano me puse a pensar en qué hacer con mi nuevo tesoro.

Lo guardé en la gruta y pasé todo el día meditando. Llamé a aquel día, "el día de la botella".
Al amanecer había decidido hacerme un colgante con los trozos de vidrio que obtendría al romperla, pero cuál no sería mi sorpresa cuando, al acercarme a la playa, descubrí otras cinco botellas más (una roja, dos verdes y otra azul), traídas por la marea.
Como ahora tenía mucho material con el que trabajar, decidí abrir una tienda de bisutería. Elaboré pendientes, pulseras y collares de vidrio y me senté en la playa a vendérselos a las gaviotas -que me robaban alguno cuando no miraba-, con escaso éxito.
Tenía la isla más "fashion" del mar, aunque seguía faltándome algo.
Hasta que decidí utilizar un trocito de madera quemada a modo de carboncillo y unas hojas muy resistentes como papel, y escribir un mensaje que lancé al mar dentro de una botella.
No eran palabras de las que marcan una época, para que nos vamos a engañar. Frases sencillas tipo: "Hoy hace sol. He visto un delfín. Al atardecer cayó un chaparrón."Etc.
Pero un poco más tarde ocurrió el milagro. ¡Una de mis botellas regreso a la playa! Al principio pensé que se trataba de una mala pasada de la marea, pero al sacar el corcho y desenrrollar el mensaje (¡en auténtico papel!) leí una frase con una letra que no era mía:



¿Y qué más?

Firmado: Mathilda.




¡No estaba sola en la isla! Todavía temblando, agarré el carboncillo de madera y me puse a escribir apresuradamente en la parte de trás de la hoja que Mathilda me había enviado:

"¿Quién eres? ¿Dónde estás? ¿Cómo has llegado hasta allí? ¿Cuántos años tienes?"

Enrollé el papel, volví a colocar el corcho y me dispuse a lanzar la botella, justo en el instante en que me invadía un profunda desazón.

¿Y si la carta no llegaba?

¿Qué marea había cuando lancé la botella por primera vez?, ¿alta?, ¿baja?, ¿pleamar? ¿Había mar de fondo? ¿Hacia dónde soplaba el viento?

Me derrumbé sobre la arena. Había establecido contacto, sí, pero tan efímero como una huella al lado del mar.
Como si quisiera sacarme de tan negativos pensamientos, una gaviota dejó caer un trozo de concha sobre mi cabeza.
-¡Ay! -Exclamé- ¡Federica, ten más cuidado!
Y como me pareció que su graznido era en sí una mofa, lancé sin pensarlo la botella en su dirección. Fallé. Federica se posó en el punto más alto de un cocotero donde repitió su irritante graznido. Plácidamente, como una mañana de sábado, la botella se alejó sin prisa pero sin pausa a lomos de la marea...

Al día siguiente un terrible temporal se desató en la isla.

Las palmeras temblaban tanto que parecía que iban a ser arrancadas por el viento de un momento a otro. Sin embargo, la botella de Mathilda supo encontrar el camino hasta la playa.

"Su isla tiene que estar muy cerca", pensé.

Al descorcharla comprobé con pesar que la hoja estaba en blanco.

Era la misma botella, contenía varios pliegos de papel idénticos al primero y un collar artesanal de conchas y perlas. Pero ni una palabra.

Me puse a escribir, ansiosa:

"¿No te ha llegado el mensaje? ¿El collar era para mí? Supongo que era para mí. En esta isla no hay nadie más...."


Sin darme cuenta escribí más de un folio y medio, agazapada en mi gruta, mientras pasaba la tormenta. Y al anochecer, cuando el mar en calma recordaba a un espejo de obsidiana, la lancé al mar.

No tuve que esperar mucho.

La botella llegó a los dos días, con más papel.

Y así pasó un mes y otro, y otro más. De vez en cuando Mathilda me mandaba cosas: un trozo nuevo de carboncillo, una concha bonita, un pañuelo, una poesía. Pero nunca jamás contestaba directamente a las cartas. Lo cuál, dicho sea de paso, era un fastidio. Porque yo escribía y escribía relatando hasta los más nimios detalles de la vida en mi isla. La pobre Mathilda, pensé más de una vez, debía estar harta. O a lo mejor no, a lo mejor se aburría tanto como yo, en una isla cercana. No había forma de saberlo,...

Le hablé de las palmeras, del banano, del mono, del cocotero, del delfín, de las galernas, de los vientos, de las estrellas,... de todo.

Hasta que de pronto, un día, dejó de envíar papel.

Lo primero que pensé es que le había pasado algo. Rastreé la playa toda la mañana y buena parte de la tarde. Al caer la noche seguía mirando las olas, esperando descubrir entre ellas alguna botella. Pero nada, ni rastro.

Esperé y esperé.

Y volví a esperar.

Hasta que decidí salir en busca de Mathilda.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Como continua?
;) Me gusta.
Lin

Nelly dijo...

Esta noche la continúo, esta dedicada a una bruja. BRUJA, BRUJA!!!!
BRUJÍSIMA!!
HAZME CASO Y CONTESTA A LOS CORREEEEEOOOOOOOSSSS


Snif.
:P

Unknown dijo...

Muy bueno Nelly, creo que todos queremos mas!

Anónimo dijo...

Es muy original, y muy divertido.
Aún asi tengo muchas incognitas, ¿las irás revelando todas?
Lin

Nelly dijo...

Sí!!!
Todas, todas... aunque tiene trazas de ser un poco raro.
Es más, si queda bonito, ¿lo mandamos a una editorial infantil?
Besos,
Nell.
(tengo un amigo que siempre me está preguntando y lleva una editorial infantil... lo cuál me recuerda, ¡¡¡que le debo un e-mail!!!)

Anónimo dijo...

Pues es muy curioso este relato. Creo que a un "crio" le encataria lo mantienes espectante.
A parte Matilda es un nombre que me encanta

;)

PD tienes un mail culinário jijiji Ya me dirás
Besotes
Lin
Lin

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