Lo que aprendí de un ciclamen.




Tengo un ciclamen en casa que ha desarrollado una curiosa estrategia.
Cuando llegó, floreció con rabiosas flores rojas. Al buscar el significado de la flor, ponía: "Celos". Mirando el ciclamen, pensé: "Ah! ¿Y si crece así porque la dueña es celosa?" La siguiente floración fue de un hermoso color rosa.

Miré el ciclamen con cierta suspicacia. Y pensé: "ha debido suavizar el carácter".

Pasado un tiempo le atacó una terrible plaga. Y fue expandiéndose por las hojas y al final, se secó. Miré el ciclamen con pena pues ya llevaba muchos años en casa pero... se había secado. Lo racional era tirarlo. Durante semanas estuvo seco en la maceta hasta que un día, me levanté decidida y dije: "¡Voy a tirar el...!". Imaginad mi sorpresa cuando al acercarme a la terraza, en sólo una noche, había surgido de la nada una varilla tiesa rematada en una flor.

Patidifusa, miré la planta. "Pero.. pero... ¡pero si estaba seca!".

No tenía hojas, era casi como una bandera proclamando: "¡Sigo aquí!"

Ante la plaga que llega cada verano, el ciclamen aprendió a secarse y renacer en septiembre. Cosa que ningún ciclamen hace a lo largo del mundo. Al menos, que yo sepa.

Años después viajé a Venecia y vi ciclámenes por cada esquina. A la intemperie, al frío del río Po y Piave, crecían salvajes y enormes. Y pensé: "Ah, así que procedes de un lugar húmedo". Al llegar a casa compré una botella con difusor, empecé a regarlo con esa botella y el ciclamen explotó. Echo tantas flores que podías darle la vuelta y la maceta se sostenía sin tocar el suelo... invadió y colonizó las macetas adyacentes y hasta vendí uno de sus hijos hace poco.

Este año (12 desde que lo compré), el ciclamen echó varillas con flores blancas y rosas (en apariencia blancas) pero mantuvo desde septiembre (estamos casi en febrero) esas varillas curvadas como el cuello de un delicado cisne.

"¡Florece!", pensé en noviembre, observándolas. 

"Florece, florece, florece..." Semanas y semanas y las flores inmóviles.

-¡¡Pero florece de una vez!! 

Las semanas se convirtieron en meses.

Y pensé: "Debes de tener el único ciclamen del mundo congelado. A lo mejor... no florece nunca. A lo mejor se queda así". Por si acaso, lo regué como hago de manera habitual.

A la mañana siguiente -y esto fue hace dos semanas-, el que yo llamo Muso me pregunto si había cambiado el agua del ciclamen. Espantada, miré la pantalla del ordenador pensando... "¿Pero cómo sabe él...?"

Yo no le he dicho nada, y vosotros seguro que tampoco.

Bien, de la noche a la mañana el ciclamen se ha vuelto loco y -tras tres meses con las flores inmóviles- ha echado más de una veintena de tallos rectos como agujas de tejer, rematados en rabiosas flores rosas. Las hojas son tan grandes que ocultan la maceta. 

Cuando lo miro pienso en esos meses atrás de impaciencia pensando que tengo un ciclamen que no florece jamás.

Y, no sé, siento que trata de enseñarme algo.

O puede que sea todo casualidad. 

FIN. 


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