La Luna y el Escritor.



De todos las historias que escuché a los beduinos del desierto, ninguna me impactó tanto como la del joven escritor que viajó más allá de las grandes dunas, en busca del anciano y erudito Hasan. 

Karim me contó que era un escritor parisino algo atolondrado, de ojos claros y pelo rubio, que decía estar enamorado de la mujer más hermosa del mundo. Y que esta le había dicho en París que jamás podrían estar juntos porque en realidad era la mismísima Luna. Y que para conquistarla tendría que ir más allá de las fronteras del mundo humano, pues ella moraba el cielo y no su reino. El escritor, que seguramente llevaba encima un par de chupitos de absenta, se creyó a pies juntillas lo que aquella morena de ojos claros le contó y viajó al confín de la Tierra buscando el modo de enamorar a nuestro satélite plateado.

Como arqueólogo, sonreí divertido ante la ocurrencia, pero Karim tenía el rostro serio y hablaba como si la historia hubiera ocurrido de verdad.

"¡Oh, joven! Sólo Hasan puede darte la respuesta que buscas y para llegar a su morada deberás caminar seis interminables jornadas bajo el ardiente sol del desierto..."

Nada torció la voluntad del escritor que -testarudo como era-, emprendió la marcha al día siguiente con una cantimplora y un par de lonchas de carne seca, amen de dos naranjas y un limón, regalos de propio Karim, bastante menos útiles que los dátiles que le ofreció su esposa,... o al menos, eso pensó él.

Ni doce horas duró caminando entre las grandes dunas, antes de desmayarse y perder toda noción de la realidad. Cuando abrió los ojos de nuevo una inmensa Luna ocupaba el cielo ante sus ojos, y la figura de un anciano de larga barba blanca y piel curtida por el sol se recortaba a contraluz donde su circunferencia tocaba la arena. 

-¿Eres Hasan? Si lo eres, por favor, tienes que ayudarme...

El desconocido asintió gravemente. Sorprendido por la intrusión de un muchacho tan poco preparado en sus tierras, había decidido acercarse a investigar, y se dio bastante prisa porque supo que el otro no viviría mucho tiempo. Los humanos, en general, eran bastante débiles. 

El escritor habló balbuceando de su misión, motivada por el amor más puro. Pero el anciano le contestó que no era más que un capricho y que mejor sería que diera media vuelta y regresara a MontMartre, lugar al que pertenecía y donde podría seguir viviendo en un humilde cuchitril y componiendo historias por dos francos, que no interesaban a nadie. 

"No puedo volver... ¡me he enamorado!" contestó el joven, "y si tú te has enamorado alguna vez sentirás compasión y querrás ayudarme".

-Regresa a casa, ¡no tienes nada que hacer aquí! No perteneces a estas tierras, ni sabes dónde te estas metiendo. ¡Tu reino es otro! ¡Vuelve a donde perteneces!

-No me iré sin la respuesta. ¡La amo!

-¡Eres un necio!

-¡Y tú un terco!

-¿Cómo te atreves? ¡Ignorante presuntuoso!

El escritor se echó a sus pies, implorando ayuda, y suplicó con lágrimas en los ojos que le contara cómo enamorar a la Luna. Pues sin ella, moriría de desamor.

El anciano negó con la cabeza.

En vano intentó ablandarle el corazón el escritor ofreciéndole todo cuanto poseía, que no era mucho, su pluma, su talento, su devoción... hasta que -finalmente-, alargó las manos con las dos naranjas y el limón. Y Hasan, que hacía más de mil años que no probaba la fruta, se mostró por primera vez interesado. 

Notando este giro de su corazón en la expresión de su rostro, el escritor se apresuró a añadir:

-Si me ayudas, ¡mandaré kilos de fresas y melocotones, ciruelas y manzanas a este lugar del desierto, cada año! ¡Si me ayudas, gastaré la mitad de los beneficios de mis libros en hacer un jardín en la arena! ¡Si me ayudas...!

-¡Está bien, está bien! -dijo el erudito-. Aunque sea sólo para que te calles.

Le entregó entonces una cuerda blanca, de una textura extraña, que parecía similar a las escamas de una serpiente pero de color perlado.

-¡Toma! Ata a la Luna con esta cuerda cuando haya cuarto creciente, y tendrá que seguirte a todas partes, sólo cuando esté llena. El resto de noches no la verás. 

-¡Ah, pero Hasan, ¿y qué haré entonces?! ¡Yo la quiero siempre, yo la quiero todas las noches!

-¡Silencio! No puedes tener a la Luna todas las noches. El mundo perdería el equilibrio. Podrás tenerla sólo en las noches de Luna llena. ¿Quieres que haya un tsunami que arrase los continentes? 

Tan enamorado estaba el escritor que aceptó finalmente el regalo y al abrir los ojos contempló perplejo la sencilla cuerda que sostenía en la mano. Volvía a estar en el desierto, en el mismo punto en que se desmayó antes de la extravagante visión que sin duda había sido un simple sueño.

Regresó, con la mente llena de dudas, y cruzó el Mediterráneo hacia Marsella, y una vez allí tomó un tren a París y volvió a su cuchitril de Montmartre, cuyo alquiler ya no podía pagar a causa del viaje, cabizbajo y compungido.

Y la siguiente noche en que vio la Luna creciente sobre París, agarró la cuerda y la lanzó hacia el satélite. ¡Con sorpresa, vio que un extremo se enganchaba en la punta y se apresuró a atarlo en la barandilla de su balcón! 

-¡Lo he conseguido!

Tenía a la Luna atada y cuando alcanzó todo su brillo y plenitud, la hermosa mujer de ojos azules y profundos como el océano apareció en el umbral del apartamento. Y se besaron y se amaron y se dijeron palabras dulces. Y al día siguiente, antes del amanecer, desapareció.

Durante varios meses la misteriosa amante acudió puntual a la cita y el escritor le componía bellos versos que corrían por las calles de París inflamando los corazones de las mujeres que deseaban ser receptoras de un amor tan grande y tan ardiente. Su nombre, de la noche a la mañana, se hizo famoso en los cafés literarios.

Cuanto más veía a la Luna más escribía y más libros vendía.

Al desierto empezaron a llegar palés llenos de cajas de frutas. Naranjas, mangos, manzanas, peras, ciruelas, fresas, melocotones y sandías. La fama del escritor alcanzó toda Europa y cuanto más dinero ganaba con sus libros, más y más ofrendas enviaba al desierto. Ninguna de ellas conmovió el corazón de Hasan que siguió sentado en medio del jardín que había mandado plantar el escritor, comienzo fruta como un rajá con el rostro serio y los labios apretados en un rictus severo. 

Hasta que un buen día, pasados tres años, llegó un único melón atado con una cuerda y un mensaje:

Te devuelvo la cuerda pues amo tanto a la Luna que he decidido dejarla marchar

Así, si vuelve, sabré que lo hace porque también me ama y no por obligación.

"¡Tres años!" pensó Hasan. "Nada menos que tres años ha tardado el pobre necio en darse cuenta de lo absurdo que es intentar mantener cautiva a la Luna". Reflexionando sobre si debería o no abandonar el océano de dunas para regresar a impartir sabiduría a los humanos, el erudito mordió una ciruela y contempló el firmamento.   

No -se dijo-esperaré mil años más.

Karim guardó silencio y miró la hoguera, cuyas llamas arrancaban destellos en sus ojos negros. Aguardé a que acabara la historia pero no dijo ni una palabra.

-¿Qué fue del escritor? ¿Y de la Luna? -pregunté, cuando ya no podía más.

"Durante años" respondió al fin Karim, "se vieron a escondidas en París e intercambiaron caricias y besos. Por eso algunas noches la Luna se ausenta del cielo, porque va a ver a su amante..."

-¡Jajajaj! -me reí divertido-, ¡eso es la Luna Nueva! ¡No tiene nada que ver con el amor! ¿Cómo explicas que la Luna lleve milenios desapareciendo una noche al mes? ¡Jajajaja! No creo que el escritor viva eternamente... Ni que estuviera vivo en el tiempo de los faraones egipcios, en los que ya hay papiros que hablan de esa fase de nuestro satélite. 

A lo que Karim, clavando en mí sus ojos tan imperturbables como el desierto, contestó:

-¿Y quién dice que la Luna ha tenido un sólo amante?

Sus palabras flotaron en la suave brisa de la noche, dejándome a mi pensativo mientras la hoguera crepitaba bajo un cielo azul oscuro, plagado de estrellas.

FIN. 

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