Un cuento sobre el Café.



Hacía un frío de tres pares de narices cuando descubrió la cafetería. Era un lugar pequeño y acogedor, y por fuera no hacía ostentación de ningún adorno lujoso. Antes al contrario, un cartel destartalado anunciaba su nombre: “Bar Recuelo, Café y té”. A juzgar por el tiempo que llevaba cruzando la avenida sin reparar en su presencia, debía llevar muchos días con las persianas bajadas y las lámparas de color plomizo apagadas. Puede que hubiera estado todo el tiempo cerrado.

-¡Buenos días! -exclamó, cruzando el umbral.

Nadie respondió, al menos al principio.

-H-hola -saludó una voz trémula desde el fondo de la barra.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz interior, descubrió que allí había una muchacha. Tímida. Casi parecía que quería esconderse detrás de la gran cafetera cubierta de telarañas.

Él dejó los guantes sobre la barra y examinó con ojo crítico la capa de polvo que cubría la madera.

-¡¿Tienen café irlandés?!

-Claro -dijo la muchacha.

-¡Pues me vendría genial uno!

-Ahora mismo lo preparo…

 Desapareció unos instantes y cuando regresó traía el licor en una mano y un recipiente en la otra con la crema batida. Apenas un minuto después colocaba el la barra un perfecto café de gusto exquisito. Y mientras él lo probaba, sin pretenderlo se enamoró locamente de la muchacha tímida.

Se despidió, pagó el café y salió de la cafetería. Al día siguiente volvió a entrar.

-¡Otro irlandés! -exclamó.

-Lo siento -contestó la muchacha-, pero en esta cafetería tenemos una norma. Cada día hacemos algo diferente. Si pides dos veces el mismo café… entonces tendremos que cerrar.

-¡Jajajaaj! -él se mostró sorprendido y lo tomó como un juego-, ¡qué interesante! ¡Así que cada día debo pedir un café diferente!

-Así es. Como cada día somos diferentes... el café también debe serlo.

-De acuerdo entonces: ponme un café Macchiato y dime tu nombre.

-Elisa.

Una vez más, tras pagar el café y despedirse, él salió de la cafetería. 

Al día siguiente, volvió a entrar.

-Ponme un café doble, ¿qué haces al acabar el turno?

-Irme a casa a leer un buen libro -contestó Elisa.

-¿Te apetece...? -ella interrumpió su pregunta moviendo negativamente la cabeza y señalando el café-, sólo una pregunta por cada pedido.

Y no dijo nada más aquel día. Al menos, relacionado consigo misma.

Al día siguiente, él pidió un caribeño y supo que Elisa no podía quedar los jueves. Le costó un vienés averiguar que no tenía novio, y un cortado saber que tampoco tenía novia. Con el americano supo que no tenía teléfono móvil al que poder llamarla. Con el café con leche, que no usaba redes sociales. Y con el submarino manchado que le encantaba ir al cine, especialmente a ver películas de amor y aventuras. 

-Ponme un café árabe -pidió él, preocupado pues no le quedaban muchos tipos de café a los que recurrir y Elisa le había advertido que no servían nada más en aquel extraño establecimiento.

-Los tés están agotados y estamos al borde de la quiebra -le comentó.

-Quizá si sirvierais más cosas...

-Sólo hay café.

Sirvió la bebida, que incluía canela, cardamomo y especias.

-Ya, sólo café... Bueno, aquí va mi pregunta, ¿te gustaría salir conmigo?

--contestó Elisa.

¡Cuánto se alegró él al escuchar aquella respuesta! Pensó que ya lo tenía todo resuelto.

-Entonces, ¿salimos?

Ella se encogió de hombros y no respondió. ¡Ah, su norma! Sólo una pregunta por cada pedido. Tendría que haberla formulado de otra forma. 

Al día siguiente, al entrar en la cafetería, el sol lucía con fuerza en medio de una mañana espléndida de frío invernal. No vio a Elisa detrás de la barra, en su lugar acostumbrado. Pero sí que encontró un señor cabizbajo, que miraba la maquina de café con la cabeza ladeada, los hombros hundidos, y tocándose pensativo el bigote.

-¡Buenos días! ¿Dónde está la camarera? -saludó él, con voz jovial.

-¡Ah, señor, le esperaba! -contestó el extraño-, llevo casi diez días viéndole entrar aquí y me tenía preocupado. Al principio pensé que estaba interesado en comprarme el local. Pero ahora veo que no es esa su intención. Dígame, ¿qué hace aquí?

-¡Jajaja! ¡Qué pregunta! -el otro se quitó los guantes- Tomar un café.

-No tiene usted pinta de loco... -replicó el hombre más mayor.

-Es que no lo estoy. Quisiera pedir una "lágrima" y hablar con Elisa, si es posible.

Al ver que su interlocutor no se movía, añadió:

-La lágrima es un café con mucha leche y...

-Sé lo que es una "lágrima", señor. Regenté este local durante catorce años. Y teníamos todas las variedades de café que usted pueda imaginar.

-¿Y cuál es el problema?

-El problema es que hace dos años tuvo lugar una gran tragedia. Mi hija Elisa, que trabajaba aquí de camarera, se puso enferma y murió repentinamente. Durante el luto, yo desatendí mis labores como dueño del establecimiento y eso ocasionó que tuviéramos que cerrar. Así que ni puedo ponerle ese café, y desde luego usted no puede hablar con Elisa.

Perplejo, el cliente no creyó lo que el hombre le decía. Le habló con vehemencia, cómo solo pueden hacerlo los que creen que cuentan la verdad, de cada día en la cafetería con Elisa, describiendo detalles de su pelo, su cara, su sonrisa, su forma de servir las tazas de café. Cuando convenció a su padre de que había estado hablando con el fantasma de su hija, ambos se quedaron en silencio, sumidos en profundas reflexiones.

-¿Y qué hacemos ahora? -preguntó el cliente.

-No lo sé -contestó el padre con sinceridad-. Lo que me dice es tan extraño...

Tenía que existir un motivo para semejante milagro. El cliente miró a su alrededor, la cafetería parecía estar en ruinas. Descubrió grietas en las cuáles no había reparado antes. Las tazas estaban melladas, la cafetera cubierta de polvo.

-Creo que ya sé por qué su hija, o el destino, o lo que sea, me ha traído hasta aquí.

-¿Por qué?

-Yo soy muy rico. Y llevo años pensando en abrir un negocio. Trabajo cerca, en una empresa de inversiones. Siempre quise tener algo muy diferente al mundo en el que yo me muevo. Y la verdad es que su cafetería es estupenda y está muy bien situada... Dígame, ¿querría volver a ponerla en marcha... con mi ayuda?

¡Eso fue toda una sorpresa para el dueño del local!

-Bueno... hay muchos recuerdos aquí... pero sí, claro. Lógicamente, me gustaría.

-Entonces ya está.

Y, por supuesto, cambiaron el nombre por "El Café de Elisa".


FIN. 

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