Una estación de tren en hora punta.

"Estoy de vacaciones", me digo.

No es verdad, pero pienso "¿y si lo estuviera? ¿Y si hacer las cosas que tengo que hacer no fuera una obligación?".

Así que me levanto y me dirijo a una estación de tren. Por delante de mí cruzan cerca de 1.400 personas en menos de una hora. Altos, bajos, gordos, flacos... Algunos van con prisa. La mayoría no miran a su alrededor, solo al suelo o al móvil, tratando de fingir que los que les rodean no son seres humanos. Algunos detalles me revelan cosas de sus vidas, de sus trabajos. Pero son solo cosas superficiales y puntuales.

Me llama la atención lo poco que respetan el espacio personal. Pero eso es típico de las grandes ciudades, o... A lo mejor no me ven. Cuando tengo que hablar con alguno, sonrío y le miro a los ojos, con la consiguiente respuesta de una sonrisa amable. ¿Para qué tanta prisa?

Sentada en el anden, me pregunto cómo pueden los fabricantes de ropa acertar a diseñar cosas que valgan a esa ingente cantidad de cuerpos que pasan por delante de mí. Me fijo en los que llevan tatuajes, en los que no, en las chicas con tacón alto y con tacón bajo y de pronto una camiseta me hace reír (interiormente) 

I told you so. 

(Te lo dije) 

Por algún motivo, me hace sentir algo detrás del ombligo jajajja. Supongo que la parte de mi mente que entiende inglés no es la misma que uso de forma ordinaria. 

Dejo pasar a toooodos los que van con prisa y finalmente subo en el tren, cuando ya no hay nadie empujando, pisando o saltando por encima de los otros viajeros. 

Me he fijado en que varios llevan cascos diminutos que no están conectados al teléfono por cables. Son como auriculares inhalambricos. Al verlos me siento de otra época. Y me pregunto cómo será el futuro. 




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