La chica del centro comercial - un cuento para cada día


- ¿Me estás escuchando, Juan?

- ¿Qué?

- ¿Que si me estás escuchando?

- Sí, claro, cariño. Algo sobre recoger a Patricia en el aeropuerto... mañana. 

Mi mujer puso los ojos en blanco. A principios del año 2012 mi matrimonio podía compararse con el descenso de un río caudaloso y rectilíneo cuya corriente aparentemente tranquila enmascaraba el drama de la ausencia de afluentes y disimulaba los escollos bajo la superficie de cotidianidad. Día tras día, la rutina se había apoderado de nosotros. Cada paso, cada movimiento, cada decisión. Pagar la hipoteca, la matrícula del colegio de nuestro hijo, los compromisos sociales, las cenas de empresa... las reuniones de rigor con familiares y amigos. Nada escapaba de esa intención de trepar socialmente desatendiendo lo verdaderamente importante: a nosotros mismos.
Mi mujer no era feliz, yo no era feliz, pero nada de eso importaba mientras pudiéramos pagar las letras del coche y lo cambiáramos por otro más caro en menos de tres años.




De camino al aeropuerto, a buscar a la amiga de mi esposa que llegaba de Buenos Aires, reparé en la mancha de café que tenía mi camisa y decidí parar en un centro comercial para que su primera impresión de mi fuera la de un caballero tan cortés como elegante. Un triunfador.

Recuerdo que monté en las escaleras mecánicas y de repente algo me llamó la atención. Había una chica delante a pocos pasos, con una cazadora de cuero negra con cremalleras en las mangas. Puede que fuera su mirada o algo en la forma en que volvió la cabeza hacia mí lo que me produjo una sacudida en el corazón. Fue como si me hubiera alcanzado una corriente eléctrica. Como si despertara después de muchos años de hibernar dentro de una cueva oscura y gris. Al llegar a la primera planta, presa de la curiosidad, la seguí. Sentí que ella deseaba que la siguiera y lo hice de un modo patéticamente evidente.

Entró en una tienda de aparatos eléctricos. De esas que venden televisores en hileras interminables y robots de cocina, junto a tostadoras y aspiradores. Por más que caminé entre las estanterías, no di con ella. Y eso que registré cada palmo de la tienda. Mi corazón se hundió en una tristeza extraña.

- Te has manchado la camisa -señaló la amiga de mi mujer, una hora más tarde, al bajar del avión.

- Sí, sí... al desayunar en la oficina -contesté pensativo.

De regreso a casa me detuve de nuevo en el centro comercial.

- ¿Dónde vas? -me preguntó mi pasajera, que llevaba media hora hablando de clubs de campo y de los cotilleos de la alta sociedad que circulaban en ellos.

- Tengo que... comprar algo -mentí-. Espera un momento, no tardaré mucho.

La dejé en el aparcamiento visiblemente contrariada. Cuando entré en el centro comercial noté un nudo en el estómago y me aflojé la corbata. Las manos me temblaban de un modo incontrolado. Sentía que me asfixiaba. No podía más. Tenía que verla. ¿Por qué me había mirado así? ¿Quién era esa chica?

Tardé más de cuatro horas en dar con ella y para entonces mi pasajera ya había pedido un taxi y se había marchado. Se encontraba en casa de mi mujer, diciéndole lo desagradable que había sido y como la había abandonado en el aparcamiento de un vulgar centro comercial de los que frecuentaba la clase media.

Pero no importaba. Nada me importaba, salvo aquella chica. La encontré sentada en el borde de una fuente ornamental. Masticaba un chicle de fresa y cuando me acerqué hizo estallar una pompa de un modo que se me antojó tan juvenil como irreverente. 

- Quiero que sepas... -comencé.

Pensaba decirle "el impacto que has tenido en mí" pero ella me silenció cruzando su dedo índice sobre mis labios. Me tomó de la mano y me empujó al interior de una de las boutiques. Pensé que aquel era mi día de suerte cuando atravesamos la tienda en dirección al almacén de la parte de atrás. Una vez allí acaricié su mejilla y me dispuse a besar sus labios cuando una luz me cegó. Era la linterna de un vigilante de seguridad.

- ¡Eh! Oiga, ¿qué está haciendo aquí? 

Iluminó el rostro de la chica y me quedé paralizado. Seguía siendo ella pero su cara era de plástico. Me aparté como si hubiera estado a punto de besar a una araña venenosa. ¡No podía creerlo! Se trataba de un maniquí.

- ¡Largo de aquí, pervertido! ¡O llamaré a la policía! -me acompañó al exterior de la tienda bajo la atenta mirada de los curiosos -. Y no vuelva -me advirtió.

Confundido, salí del centro comercial y regresé a casa. 

Dos meses después y por consejo de mi psiquiatra, regresé al centro comercial en compañía de mi esposa y buscamos la tienda con el maniquí. Se suponía que reírme de mi locura iba a formar parte del proceso de curación pero cuando encontramos lo que habíamos ido a buscar fui presa de una desazón aún más grande. Allí estaba, la chica del centro comercial, con su cazadora de cuero con cremalleras en las mangas. Mirando para mi con ojos muertos de color marrón. Pintados a mano por algún artista de los suburbios de Bangladesh.

- ¡Pero si es muy vulgar! -dijo mi esposa- Qué vergüenza. Y pensar que te gusta una mujer así... 

Eché un vistazo al resto de maniquíes y comprendí que a mi esposa le habría gustado más que me encaprichara de alguna esbelta figura de plástico más parecida a ella. Encorsetada en vestidos de Versace y con pieles alrededor del cuello. De vuelta a casa no pronuncié palabra mientras ella se mofaba de mí.

Esa noche alguien asaltó la boutique del centro comercial y destrozó el cristal del escaparate. No robó nada de valor. Ni prendas, ni dinero de la caja. Los dueños no echaron nada en falta, aunque el ladrón se llevó un maniquí. Pero no se dieron cuenta y atribuyeron el acto a vandalismo juvenil. Al menos así figuró en el parte al seguro. 

A la mañana siguiente me desperté con el tacto suave de una mano juvenil acariciando mi cara. Abrí los ojos y no di crédito a lo que veía ¡era ella! ¡la chica del centro comercial! Y estaba a mi lado. Asustado ante la idea de que mi esposa nos descubriera en una situación tan comprometida, salté de la cama y la obligué a vestirse. Luego salimos de la casa a hurtadillas, monté en el coche y nos alejamos. Estaba decidido a salir de la ciudad. Pero antes, ella se empeñó en hacer una parada en el centro comercial. Me lo indicó con señas y por complacerla hice lo que me pedía aunque estaba muy preocupado. Todavía no había pronunciado palabra alguna y no sabía si aquello era una especie de alucinación.

Al acercarnos a la boutique pisamos cristales rotos y nuestros pasos crepitaron de un modo que me provocó escalofríos. ¿Y si alguien la reconocía? No pareció importarle pues fue directa hacia los policías y uno de los dueños. Nos acercamos tanto que pude oír la conversación que mantenían:

- Lo más probable es que se trate de unos críos o quizá de alguien que le tenga manía a su tienda. Pero es raro que no se hayan llevado nada. ¿No le falta ningún maniquí?

- Yo cuento ocho, como siempre -dijo el dueño.

Se apartó a un lado y por segunda vez me quedé sin aliento al mirar hacia el interior del escaparate. Mi corazón casi deja de latir cuando me di cuenta de lo que ocurría: ¡allí estaba mi esposa! Con su elegante vestido de Versace y un colgante de perlas que le regalé por su cumpleaños. ¡Era ella! ¡Sólo que plastificada y artificial!

- Están todos -dijo el dueño.

Miré hacia la mujer que me acompañaba y que me dio la mano en ese momento y sentí un escalofrío de terror. No obstante, su sonrisa cálida derritió mis temores como una vela derrite el hielo.

A fin de cuentas, ella era más humana y real para mí que muchos otros.
Y mi esposa por fin tenía lo que deseaba: ser el centro de todas las miradas, atraer la envidia de las mujeres de la clase media y alta, por su elegancia y su saber estar.

FIN.


6 comentarios:

David Hernando (Davidel) dijo...

👏👏👏👏 está genial y muy bien escrito. Enhorabuena. El final inesperado y sorprendente.
... por cierto...no es que quiera cambiar de mujer...pero por curiosidad esa tienda existe? dónde está? A qué hora abren?? 😂😂
Que tengas un buen día!!

Nelly dijo...

Jajajajaja!
No sé, vi la foto y me llamò la atenciòn. El pròximo cuento lo hago de una piscina de bolas que se traga a la gente jajajaja!!

David Hernando (Davidel) dijo...

Estas un poco stephen king o me lo parece a mi. Me encanta tus ideas, genial jaja.

Nelly dijo...

Sì, ya he dicho que aunque una parte de la literatura de King me espanta...hay otra parte de mi cabeza que conecta con él. Lo cual no es nada bueno.

David Hernando (Davidel) dijo...

Yo pienso que es creatividad, pura y dura. El terror bien hecho también es así. No es simplemente escribir muertos y tiros. Lo haces muy bien. Lo importante que no te haga daño mental mientras lo imaginas y escribes... que puede pasar. La parte buena de ser creativo es que puedes crear e imaginar muchas cosas... lo malo que pueden ser buenas y malas. Yo lo paso muy mal en muchas ocasiones por pensar demasiado, en demasiadas posibilidades que pueden surgir de ciertos acontecimientos. Hay que saber lidiar con eso, pero no es fácil. Pero cuando salta la creatividad eso es genial, no hay nada parecido que te haga sentir tan bien.
Asi que no nos dejes sin ella!
Saludos Nelly!

Nelly dijo...

Eso que has dicho me ha gustado mucho
😊👀

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