La Alcaldesa - Cuentos del Niño Mensajero.
Hace un calor asfixiante. Y llevo varios días triste. Lo que no tiene el más mínimo sentido. Al menos, para mí no. En el fondo, no saber lo que me pasa me cabrea tanto y me desespera casi lo mismo que el cabreo en sí.
Así que desde los pocos segundos de despertar hasta que decidí echarme sobre la cama y abrir mi libro de "Lo que aprendí de los Lamas", tenía un humor "de perros". Y pensaba: "¿qué me pasa?" "¿Qué puñetas es lo que me pasa? Debería estar contenta..."
Faltaba un día para mi cumpleaños.
Soy muy fan de los documentales de ciencia y las conversaciones de gafa-pastas. Aunque los ridiculizo porque, para saber, no tiene sentido que tengas que ir vestido "de que sabes". Igual que para ser creativo de publicidad no tienes que llevar el pelo a mechas multicolores. Siendo fan de la ciencia, y mientras abro el libro y lo ojeo, me pregunto cómo es posible que al tenerlo entre mis manos me siento tan bien, como si me quitaran un peso de encima. Y paso hojas y más hojas hasta que me fijo en la oración de una tal "Tara", que leo entre divertida y curiosa. Es esperanzador que todas las religiones usen cosas que me parecen tan similares. Me hace pensar que hay esperanza para la humanidad. "Esta tal Tara debe de ser como la Vírgen María". Y habla de que la llaman "madre", y hablan de su aspecto, y habla (el libro) de quién era y lo que hizo.
"Te envidio", pienso mirando su dibujo. Igual debería irme a vivir a un monasterio. Esa sería una solución. Estudiar. Dedicar la vida a eso. "¿Y si aparto a todo el mundo aún más de mí?"
En ese momento llaman a la puerta. "TOC-TOC".
Como Alcaldesa de una ciudad (que no existe), me levanto acostumbrada a recibir vecinos con ideas a cada cual más descabellada y al descubrir en el umbral al cartero me doy cuenta de que mi "curiosa depresión" ha debido llegar a las más altas esferas del Universo. Que esté aquí no es buena señal. Significa que yo sola no consigo solucionar lo que me pasa.
- Hola.
- Hola -contesto apática.
- ¿Quieres que te eche una mano...?
En el fondo, me alegra verlo. El día anterior me había pasado más de cinco horas conversando con unos amigos míos y jugando a un juego de "preguntas y respuestas" que había llegado a odiar ya que, aunque estaba diseñado para romper el hielo en los bares, aquellas preguntas me habían incomodado en muchos casos y me habían hecho darme cuenta de una cosa: me encanta preguntar, pero no que me pregunten a mí.
Y sin preguntas no hay respuestas, y sin respuestas no hay solución. Creo que fue eso lo primero que le dije al cartero.
Luego abrí el libro y seguí leyendo, ignorando su presencia. "¡Oh, fíjate!"-señalé- "aquí dice que un buda puede ser una puesta de sol, o un mendigo o una canción... ¿¿te das cuenta??"
Ese fragmento del libro leído al azar me atrapa. A veces me pasa que me quedo un buen rato como enganchada a una fase. Veo tanta... no sé, conexión en ella. No es solo con este libro, también me puede ocurrir con una novela aunque menos veces. En este libro ya me ha pasado dos veces.
- ¿Por qué no "ordenas" lo que te molesta en 3 bloques y me lo cuentas? -sugiere el cartero.
Dejé de leer. Tres bloques. ¿Por qué tres y no cuatro? ¿Pero este niño de dónde puñetas sale? ... cerré el libro. "Esta bien".
- De acuerdo, problema uno: ayer me enfadé mucho con el Muso. Muchísimo. ¡Un montón, sigo enfadada! ¡Le odio!
No es verdad, ciertamente, pero...
- ¿Por qué estás enfadada con él?
- ¡No lo sé! ¡No lo sé! ¡¿Por qué no me quiere contar las cosas?!
- Tú no puedes obligar a nadie a que te cuente sus secretos.
- ¡Vale, pues entonces no lo quiero cerca! ¡No es justo! ¡Es como que él puede saberlo todo de mí! (Y con todo, me refería a que lee la mente) ¡y yo no! ¡¡¡Además, no es científicamente probable!!!!
- ¿No lo es? Tú lo sabes.
¡Ah! Me levanto. Dejo el libro a un lado y miro al techo. La magia no existe. No es lógica, y, sin embargo...
- Hasta has salido por la ciudad a "comprobarlo".
Me cruzo de brazos. Es verdad que una vez diseñé un experimento y el resultado fue alarmantemente indicativo de la existencia de lo que no tiene explicación aparente. Sólo que yo no puedo usar esa capacidad de percibir a mi antojo. Y para él parece algo tan sencillo como encender y apagar la televisión.
- Muy bien -digo, resuelta-, entonces él sabe usarlo y yo no.
El cartero sonríe. Se pone a ordenar una estantería lo que le da una perfecta coartada para quedarse un rato más en el Ayuntamiento. Finalmente, se sienta a mi lado en la cama.
- La envidia no es buena, Nelly - me comenta-. En casi ningún sentido.
Eso también me lo ha dicho el Muso a veces.
- ¡¡¡Necesito otro maestro!!! -afirmo enfadada-. Uno que cuando le pregunte cosas me explique cómo y por qué funcionan las cosas. ¿Me entiendes? Búscame otro maestro.
Sé que cuando pido cosas al pequeño cartero, las trae. No sé cómo lo hace y, desde luego no basta con formular pequeños deseos de esos que todos repetimos a veces en voz alta. Si las pides de cierta manera...aparecen. Sin embargo, su respuesta no me la esperaba:
- ¿Quieres decir que pretendes tener otro maestro porque este es capaz de leerte la mente, te recomienda libros que hacen que enfoques la vida de otra manera, te pone a prueba y te enseña? ¿Es eso? ¿Y por que al mirarle ves todos los aspectos maravillosos que te gustaría alcanzar?
Su planteamiento era irreprochable. Su único defecto era lo cabreada que estaba yo.
- Tienes el maestro que necesitas. Aunque tuvieras un maestro en un templo sagrado, alejado del mundanal ruido, vestido de naranja y carmesí, y dispusieras de horas y horas de meditación a su lado... no podrías llegar y pretender estrujarlo como si fuera una balleta, para que te lo cuente todo y te lo cuente ya, Nelly. Te pasaría lo mismo.
Sin duda, estaba demasiado obsesionada con él. ¿Y qué iba a hacer ahora? A veces me preguntaba sino sería mejor mandarlo todo a la porra y emigrar a un lugar remoto donde no me conociera nadie. Y escribir.
- ¿Cuál es el segundo "bloque" de problemas?
Me quedé pensando.
- El trabajo.
Lo que no tenía el más mínimo sentido. Era feliz en mi trabajo. Inmensamente feliz. Me gustaba lo que hacía. Pero algo se me estaba escapando porque ... estaba triste. Y cuando estaba triste me parecía que el Muso era perfecto, aún más perfecto. Y le envidiaba. Mucho. Quizá sin darme cuenta. Y... también había que reconocer que me escapaba para estar a su lado. ¿Cómo puede ser así? El caso es que simplemente con estar sentada cerca, un rato, de él, volvía a sentirme yo misma. No me digan que no es para no plantearse estar loca.
- Quizá no tengas claro cuál es tu papel en el trabajo. ¿Por qué piensas que lo hace mejor que tú?
En aquella oficina gigantesca no teníamos el mismo puesto. Su pregunta me hizo darme cuenta de que constantemente me comparaba. Pero, ¿qué tenía el Muso que yo admiraba tanto? Esa forma de dirigir y que nada le afectaba. Y su voz. Qué voz tiene. El cartero interrumpió mis pensamientos:
- Su aspecto físico y tu aspecto físico no son iguales. No vas a tener nunca su timbre de voz, Nelly... por otro lado, él no podría ser "risueño"... ¿qué es lo que más haces tú? Sonreír. ¿Le ves a él sonriendo todo el día?
La idea me hizo sonreír a mí. "Hombre, no", pensé. Y entonces me di cuenta de que el problema quizá era empeñarse en ser lo que no soy. No había hecho nada mal en el trabajo. El único defecto que tenía es que me enfadaba conmigo misma porque el estrés se me nota cuando quiero hacer once gestiones en el mismo minuto. Y me sentía presionada por los demás... si bien lo más probable es que a los demás no le importara lo más mínimo mi eficiencia. Solo buscaban una solución rápida de sus problemas. ¿Acaso buscaba yo algo diferente cuando estaba en su lugar? Con semejante volumen de trabajo, ¿cómo es que al Muso le veía siempre bien y tranquilo?
- Él también aprende de ti.
- ¡¿Qué!? -aquella idea nunca la había pensado-. ¿Te refieres a que aprende porque soy una pesada insoportable y al pobre le ha tocado aguantarme?
- No. Los dos aprendéis cosas, el uno del otro.
Y ante mis ojos el cartero se echó a reír.
- ¿Cuál es tu tercer bloque de problemas? -me preguntó después.
El tercero era de índole mucho más personal, si cabe, que los anteriores y sin entrar en detalles le conté mi desasosiego sin motivo aparente. Mi apatía, mi estado de ánimo extraño que achacaba sin duda a ser "rara" porque todos los escritores -alcaldes o no-, lo somos. Y es verdad, lo somos. No he visto compendio de gente más estrafalaria e inadaptada que los escritores. Con esa inquietud dentro que parece que nunca queda satisfecha. Siempre hay algo que no encaja, algo... que esta mal. Llámalo vacío, llámalo "me falta algo". Aunque también a veces escribimos por otros motivos, como por pura gratitud hacia aquellos que nos han dado algo. Uno de los motivos por los que empecé a escribir es Mendoza, o Sierra i Fabra, o por ejemplo los libros que me recomienda el Muso, que das las gracias a su autor porque decidiera escribirlos. Eso también me mueve.
Con el rostro sereno y tras vaciar el contenido de unos cuantos cajones del consistorio y tirarlos a la papelera, el cartero me miró y con gesto sereno dijo:
- Muy bien. Te daré espacio.
¿Espacio? ¿Quién le había pedido eso? Imaginaba alguna respuesta científica y moderna. No cabe duda de que algo en mi discurso le había hecho pensar que yo necesitaba espacio. Además, ¿qué tipo de espacio?
Un pájaro, misteriosamente, se posó en la ventana del ayuntamiento.
Seguí al joven cartero hasta la puerta y se marchó.
Eran las diez de la mañana.
Fuera, el sol estival apretaba y la ciudad entera a causa de calor de la plaza, parecía un ondulante espejismo.
FIN.
El cartero sonríe. Se pone a ordenar una estantería lo que le da una perfecta coartada para quedarse un rato más en el Ayuntamiento. Finalmente, se sienta a mi lado en la cama.
- La envidia no es buena, Nelly - me comenta-. En casi ningún sentido.
Eso también me lo ha dicho el Muso a veces.
- ¡¡¡Necesito otro maestro!!! -afirmo enfadada-. Uno que cuando le pregunte cosas me explique cómo y por qué funcionan las cosas. ¿Me entiendes? Búscame otro maestro.
Sé que cuando pido cosas al pequeño cartero, las trae. No sé cómo lo hace y, desde luego no basta con formular pequeños deseos de esos que todos repetimos a veces en voz alta. Si las pides de cierta manera...aparecen. Sin embargo, su respuesta no me la esperaba:
- ¿Quieres decir que pretendes tener otro maestro porque este es capaz de leerte la mente, te recomienda libros que hacen que enfoques la vida de otra manera, te pone a prueba y te enseña? ¿Es eso? ¿Y por que al mirarle ves todos los aspectos maravillosos que te gustaría alcanzar?
Su planteamiento era irreprochable. Su único defecto era lo cabreada que estaba yo.
- Tienes el maestro que necesitas. Aunque tuvieras un maestro en un templo sagrado, alejado del mundanal ruido, vestido de naranja y carmesí, y dispusieras de horas y horas de meditación a su lado... no podrías llegar y pretender estrujarlo como si fuera una balleta, para que te lo cuente todo y te lo cuente ya, Nelly. Te pasaría lo mismo.
Sin duda, estaba demasiado obsesionada con él. ¿Y qué iba a hacer ahora? A veces me preguntaba sino sería mejor mandarlo todo a la porra y emigrar a un lugar remoto donde no me conociera nadie. Y escribir.
- ¿Cuál es el segundo "bloque" de problemas?
Me quedé pensando.
- El trabajo.
Lo que no tenía el más mínimo sentido. Era feliz en mi trabajo. Inmensamente feliz. Me gustaba lo que hacía. Pero algo se me estaba escapando porque ... estaba triste. Y cuando estaba triste me parecía que el Muso era perfecto, aún más perfecto. Y le envidiaba. Mucho. Quizá sin darme cuenta. Y... también había que reconocer que me escapaba para estar a su lado. ¿Cómo puede ser así? El caso es que simplemente con estar sentada cerca, un rato, de él, volvía a sentirme yo misma. No me digan que no es para no plantearse estar loca.
- Quizá no tengas claro cuál es tu papel en el trabajo. ¿Por qué piensas que lo hace mejor que tú?
En aquella oficina gigantesca no teníamos el mismo puesto. Su pregunta me hizo darme cuenta de que constantemente me comparaba. Pero, ¿qué tenía el Muso que yo admiraba tanto? Esa forma de dirigir y que nada le afectaba. Y su voz. Qué voz tiene. El cartero interrumpió mis pensamientos:
- Su aspecto físico y tu aspecto físico no son iguales. No vas a tener nunca su timbre de voz, Nelly... por otro lado, él no podría ser "risueño"... ¿qué es lo que más haces tú? Sonreír. ¿Le ves a él sonriendo todo el día?
La idea me hizo sonreír a mí. "Hombre, no", pensé. Y entonces me di cuenta de que el problema quizá era empeñarse en ser lo que no soy. No había hecho nada mal en el trabajo. El único defecto que tenía es que me enfadaba conmigo misma porque el estrés se me nota cuando quiero hacer once gestiones en el mismo minuto. Y me sentía presionada por los demás... si bien lo más probable es que a los demás no le importara lo más mínimo mi eficiencia. Solo buscaban una solución rápida de sus problemas. ¿Acaso buscaba yo algo diferente cuando estaba en su lugar? Con semejante volumen de trabajo, ¿cómo es que al Muso le veía siempre bien y tranquilo?
- Él también aprende de ti.
- ¡¿Qué!? -aquella idea nunca la había pensado-. ¿Te refieres a que aprende porque soy una pesada insoportable y al pobre le ha tocado aguantarme?
- No. Los dos aprendéis cosas, el uno del otro.
Y ante mis ojos el cartero se echó a reír.
- ¿Cuál es tu tercer bloque de problemas? -me preguntó después.
El tercero era de índole mucho más personal, si cabe, que los anteriores y sin entrar en detalles le conté mi desasosiego sin motivo aparente. Mi apatía, mi estado de ánimo extraño que achacaba sin duda a ser "rara" porque todos los escritores -alcaldes o no-, lo somos. Y es verdad, lo somos. No he visto compendio de gente más estrafalaria e inadaptada que los escritores. Con esa inquietud dentro que parece que nunca queda satisfecha. Siempre hay algo que no encaja, algo... que esta mal. Llámalo vacío, llámalo "me falta algo". Aunque también a veces escribimos por otros motivos, como por pura gratitud hacia aquellos que nos han dado algo. Uno de los motivos por los que empecé a escribir es Mendoza, o Sierra i Fabra, o por ejemplo los libros que me recomienda el Muso, que das las gracias a su autor porque decidiera escribirlos. Eso también me mueve.
Con el rostro sereno y tras vaciar el contenido de unos cuantos cajones del consistorio y tirarlos a la papelera, el cartero me miró y con gesto sereno dijo:
- Muy bien. Te daré espacio.
¿Espacio? ¿Quién le había pedido eso? Imaginaba alguna respuesta científica y moderna. No cabe duda de que algo en mi discurso le había hecho pensar que yo necesitaba espacio. Además, ¿qué tipo de espacio?
Un pájaro, misteriosamente, se posó en la ventana del ayuntamiento.
Seguí al joven cartero hasta la puerta y se marchó.
Eran las diez de la mañana.
Fuera, el sol estival apretaba y la ciudad entera a causa de calor de la plaza, parecía un ondulante espejismo.
FIN.
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