El hombre misterioso de la parada del autobús...

Ayer me pasó algo realmente extraño.

Veréis, salí del trabajo muy cansada... tan cansada que acabé triste. A veces los viajes en autobús te hacen sentir misteriosa, otras emocionada, y otras veces "hueca". No sé el porqué pero ocurre. Y yo me sentía vacía. Pero no me importaba. Cuando llegué a la estación central la temperatura había caído cinco grados por lo menos, y hacía frío. Pero eso tampoco me importó. Llevaba una chaqueta y un pañuelo, es más, me alegré en cierto modo del frío. La lluvia te invita a recogerte pero el frío sólo te hace sentir incómoda. Y en ese instante que hiciera frío en el mundo me parecía bastante correcto. El autobús que debía tomar a continuación había partido ya con lo que me tocaba esperar unos trece minutos a que viniera otro, pero me daba lo mismo.

Me senté en uno de los bancos de la parada desierta y saqué mi móvil. No tenía ánimo para escribir, pensé en jugar a videojuegos hasta que viniera otro urbano. Inclinada sobre la pantalla del teléfono no percibí más que de refilón al señor que se acercó para sentarse a mi lado, tan cerca que casi aplasta mi bolso. Lo primero que pensé fue: "anda, que no habrá sitio..." Tenía tres bancos vacíos y justamente plantaba su trasero al lado mío. Qué ganas de molestar.

Ni caso. Por mí como si bailaba claqué delante de la marquesina. Continué inclinada sobre mi pequeño celular cuando de repente el señor se puso en pie y murmuró algo. Se puso la chaqueta diciendo algo sobre "los autobuses de antaño", algo dirigido a mí, que apenas alcé el mentón para volver a bajarlo hacia el móvil. "Señor, no me moleste" pensé, "¿es que no ve que intento disfrutar de mi tristeza?". Aunque seguía sin mirarlo directamente, por aquella chaqueta de cuadros raída y vieja, y el tono de su voz quebrado pensé que era un indigente. ¿Querrá pedirme dinero? No le hagas ni caso, me dije. 

El señor se volvió a sentar mientras yo resolvía puzzles, guiaba coches y giraba piezas de tetris, cuando de repente pasó algo muy extraño. A veces nos invaden recuerdos con mucha fuerza y normalmente suele ser despertados por algún olor. El olfato es el sentido que puede estimular con más vehemencia la memoria. Y de pronto sin venir a cuento yo me vi en las fiestas de una romería a la que solía ir con dieciséis años. No os digo que un olor vagamente me recordara esas fiestas, no, os aseguro que de pronto fue como estar allí: los amigos, la orquesta, los puestos, las risas, la felicidad. Eso me desconcertó. A no ser que aquel señor llevara en sus bolsillos un puesto de algodón de azucar, almendras garrapiñadas y media docena de pinos silvestres y una orquesta... lo cual era bastante imposible, no tenía sentido.  

"Me debo de haber vuelto loca", pensé mirándole de refilón. ¿Sería un indigente feriante o algo así? Bueno, de todos modos no me importaba, yo quería estar triste enfrascada en mi móvil. Aquellos recuerdos estaban casi olvidados. Hacía frío y la ciudad era más fría aún, con esas luces artificiales de los coches y esos edificios enormes que no proyectaban sombra porque ya de por sí el asfalto era oscuro. Sólo me giré lo suficiente para vislumbrar sus zapatos desgastados y un pantalón negro, luego volví a la rutina y a mi móvil. Debía de estar inclinada con el pelo sobre el rostro cuando me invadió otro recuerdo. Esta vez levanté la cabeza con el ceño fruncido y pude encontrar la fuente:

Madera

El señor había sacado un trozo de madera basto de su bolsa y lo estaba manipulando con algún objeto: un cuchillo, una navaja, no llegué a verlo bien. Hacía ruido y se sacudió todas las astillas de la ropa, salpicando mi bolso también. Pensé, "es un indigente loco que además afila palos... quién sabe si para atracar a los viajeros con ellos". Ja ja ja ja... ¿por qué no se había sentado en otro lugar? Yo estaba muy cansada y no me apetecía tener que enfadarme con él, porque la noche era triste, el mundo era triste y de verdad lo único que quería es que me dejaran en paz. Cuando faltaban dos minutos para que llegara el urbano me puse en pie, le miré y entonces me quedé perpleja:

Había tallado un pájaro.

En siete minutos, en apenas siete minutos aquel señor había hecho una paloma del tamaño de un cofre pequeño. Mis cejas se alzaron como paracaídas al viento: era preciosa. No podía creerlo. Delante de mis ojos (bueno, no me había atrevido a mirarlo de frente, la verdad) un trozo de madera basto y sin ningún interés (más que despertar recuerdos) se había convertido en un pájaro increíblemente precioso. ¿Pero quién era aquel señor? 

Llegó el autobús y yo subí delante de él pero se sentó más cerca del conductor, en los asientos reservados para ancianos. Apoyó uno de sus zapatos viejos en la silla de enfrente, pero sin pisarla, y continuó tallando con un puzón. Tenía el pelo blanco y corto, era muy mayor, casi anciano. No era un indigente. Simplemente, vestía pasado de moda y por su aspecto habría podido meterlo en un cuento. Pelo corto, blanco, estatura baja, ... me encajó lo de su voz quebrada: no era un borracho, era un señor mayor. Delgado, pantalón negro, zapatos de cuero marrón con cordones, totalmente pasados de moda. Y una boina como las que llevan los trajes típicos de Madrid. Sólo que él no la llevaba para decorar, se notaba que formaba parte de su atuendo.

El mundo dejó de ser frío para ser artístico. La gente subía y bajaba del autobús sin darse ni cuenta de que aquel viejo estaba tallando, de la nada, un pájaro. Y mi niña interior decía: "lo quiero", jajajajja. Quiero ese pájaro. A mitad del camino, sorprendida aún porque nadie más reparara en la presencia del viejo, entró el tercer protagonista de esta historia. Un señor gordo, gordísimo, vestido con pantalón corto, de unos cuarenta años, pelo rizado, cara redonda como un sol, mochila enorme a la espalda y cantimplora colgando de su atuendo deportivo. Un viajero, un explorador. Subió al autobús y se sentó frente al artista. Entonces ocurrió algo. Las cejas del señor también se elevaron a la par que una sonrisa sorprendida le iluminaba la cara. Él podía ver el pájaro, yo no. Pero luego me vio a mí. Yo sonreí, quizá con tristeza, él miró de nuevo al señor y de nuevo a mí, y entonces yo me puse roja como un tomate y miré por la ventana.

Era un diálogo. Al subir al bus el señor viajero había dicho: "anda, qué maravilla", pero sin hablar, sólo con su mirada, luego me miró a mí, que estaba sentada detrás, en el lado contrario del autobús. Ambos sabíamos que nos admiraba lo que estaba haciendo aquel artista, pero luego yo miré por la ventana, entre otras cosas porque el viajero sí podía ver la talla de madera, pero a mí, por desgracia, no me estaba permitido desde mi posición. 

El resto del mundo no se dio ni cuenta.

Ambos bajaron dos paradas antes de la mía. Al arrancar el autobús sí que pude ver bien al anciano. Era muy mayor, mucho, y enseguida se perdió entre la marea ciudadana, camuflándose como un individuo más. Me pregunte para quién sería aquel pájaro. Quizá para una nieta, pensé, con envidia. De todos modos, poco importaba. Lo extraño es, y esto siempre que me fijo en las personas y descubro algo de ellas me sorprende, que de los que había alrededor nadie tenía ni idea de lo que era capaz de hacer aquel hombre. Yo lo había tomado por indigente sin siquiera mirarlo. Y ahora estaba muy intrigada. 

A veces si te fijas en las personas un poco da para escribir historias realmente curiosas.
Un saludo
Nelly.


4 comentarios:

Aelo dijo...

A veces este tipo de encuentros te llenan de preguntas... y también te arreglan el día. Jamás olvidaré al tipo que decía ser Tolstoi, por ejemplo.

Saludos

Nelly dijo...

Uy!! Aelo, eso nos lo tienes que contar... :)

Aelo dijo...

A ese hombre me lo encontré fuera de una antigua oficina, tenía un acento marcadísimo, la ropa hecha andrajos, vivía en la calle y solía tener un cigarrillo en la mano cuando se lo podía permitir. Un viejo del que todos huían.
Una tarde salí a fumar y me lo encontré, me pidió un cigarrillo y mientras fumaba me hablaba sobre su vida, no recordaba nada de lo que había hecho antes de llegar a Chile, ni su familia... ni de donde era. Él decía ser Tolstói, el famoso escritor y podía decirte cualquiera de sus libros de memoria... incluso en ruso.
Cada vez que bajaba a fumar lo veía, a ratos entraba al edificio (en especial cuando llovía) y, ante el gran piano de cola que había en el vestíbulo, se ponía a tocar... llenaba el edificio de música y entre sonatas y fugas trabajábamos cada día de lluvia.

Nunca supimos su verdadero nombre, no me enteré nunca de si escribía o no, pero tocar... tocaba como los ángeles.

Saludos

Nelly dijo...

Caramba... es una historia preciosa!!!!!

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