Mi abuela siempre decía que el hada vivía bajo una teja del fayado. Y yo me pasaba las noches mirando el techo mientras ruidos extraños-de patitas veloces que huían delante de ágiles gatos- plagaban mi mente de criaturas imposibles.

Hasta que un atardecer me atreví a subir.

La escalera empinada que conducía a la buhardilla me hacía pensar en una escalera de caracol de un campanario en el que estuve una vez. No había asidero alguno; solo el hueco de un escobero con olor a yeso y pintura. 

Me asomé a aquella parte de la casa en la que el tejado descendía en forma de triángulo isósceles y descubrí una pila de leña, alfombras viejas y algunas revistas descoloridas. A la izquierda el depósito de agua que mi abuela llenaba con cubos cuando todavía no existía una red de tuberías que hiciera llegar a la casa ese servicio municipal.

A la derecha la morada del hada Voltosa.

Vivía dentro de un sobre repleto de viejas fotos. Instantáneas en blanco y negro, deterioradas por el paso del tiempo y la humedad. Mi abuela decía que era el hada Voltosa, y no mi abuelo, quien escribía las palabras que había por detrás de las fotos. Pues mi abuelo no sabía escribir y tampoco tenía tiempo para hacerlo cuando estaba en alta mar.

Había fotos de Estocolmo, de un lugar indeterminado de Japón, del Canal de Panamá y de Sudáfrica. Muchas eran de lugares que yo no conocía, y el hada Voltosa con sus ocho patitas impregnadas en tinta escribía sus nombres por detrás de las instantáneas.

Mi hermana Montse le tiene miedo al hada Voltosa. Dice que no es un hada sino una araña de patas peludas que moja su cuerpecito en un viejo tintero roto y luego lo pone todo perdido de tinta a su paso.

Es una pena que ella no vea más que garabatos, donde yo leo las historias de juventud de mis abuelos.Quizá algún día el hada Voltosa se las susurre a su oído mientras ella duerme.
Hasta entonces, seguirá tejiéndolas en el desván.

FIN.