La leyenda de Muncanor

Había una vez hace muchos, muchos años, un joven príncipe llamado Muncanor.

Era el hijo menor de una familia de dos hermanos. El primogénito era un heredero valiente, audaz, decidido y sincero. Si bien pecaba de arrogante y solía ausentarse durante semanas pues siempre andaba involucrado en alguna empresa, campaña militar, torneo o conquista.

Mucanor, mientras tanto, ayudaba a sus padres en los asuntos de la Corte: se encargaba de aconsejar cómo debían repartirse los bienes, qué sueldo correspondía a cada vasallo de Palacio, o cuántos libros iban a encargarse para la ampliación de la Biblioteca Real.

Muncanor tenía don de gentes, era de talante afable y conciliador, pero cobarde. Su hermano mayor, por el contrario, era independiente y desprendía un halo de poder que causaba respeto en quiénes le rodeaban.

Pero he aquí que la noche antes de anunciarse la subida al trono del nuevo monarca, pues así lo mandaba la tradición de aquel reino y además el que hasta entonces fuera rey había decidido jubilarse e irse a recorrer mundo con su esposa, un mensajero real llegó a Palacio, montando un caballo exhausto que se desplomó en el suelo apenas pisó el patio real.

- ¡Su Majestad! -dijo, entre resuellos, el mensajero-, ¡necesito ver a su Majestad!

Corrió por los pasillos sin detenerse e interrumpió una importante reunión que versaba sobre el color de los tapetes del nuevo Salón del Trono.

Abrió las puertas como un vendaval.

- ¡Capturado!

Fue tono lo que atinó a decir. En la sala se formó un denso silencio.

- ¡Prisionero! -Repitió el mensajero, apoyándose en sus rodillas.

Los presentes se miraron entre sí, indecisos.

- ¡NUESTRO FUTUROOOO REY ESTA CAUTIVOOOOOO!

Y entonces sí, se armó un buen escándalo. La reina, llorando, el rey dando órdenes que contradecían otras órdenes que había dado previamente; los nobles, desenvainando espadas y conjurando venganzas, y las damas gimiendo y alzando los brazos.

Sólo Muncanor permanecía inmovil, en el fondo de la sala.

- ¿Qué vamos a hacer?

La carta del mensajero decía que el primogénito del reino había caído prisionero en un lejano imperio, y que dada su condición real, el emperador de tan basto dominio se contentaba con no ejecutarlo, si durante los próximos siete años se quedaba en aquellas tierras y servía a sus órdenes como instructor de soldados.

- ¡Ataquémosles! -Exclamó un Consejero Real-, ¡liberemos a nuestro príncipe!

Pero no era tan sencillo.

Aquel reino era, en sí, mucho más poderoso que el de Muncanor. Por no hablar de que nunca completarían a tiempo tal misión.

- La tradición dice -anunció un Astrónomo Real-, que si en el solsticio de invierno de este año no sube al poder el nuevo príncipe, cien años de desgracias caerán sobre el reino. Es, por tanto, indispensable, que dentro de unos días el nuevo monarca sea anunciado en nuestra capital.

Todos los ojos se desviaron hacia Muncanor.

- ¡Ni se os ocurra!

El hijo menor del rey no sabía dónde esconderse.

- Eres nuestra única esperanza -dijo su madre.

- ¿Yo? -Muncanor se puso en pie de un salto-, ¿rey, yo? ¡Oh, por favor, no podéis estar hablando en serio! ¡Si no me obedece ni el gato!

Los presentes le miraban con fijeza. Nadie dijo nada. La única opción que tenían estaba de pie, temblando como un flan, mirándoles desconsoladamente.

- ¡Padre, yo no puedo ser rey! -Exclamo Muncanor dirigiéndose al monarca-. ¡No sirvo para eso!

- Sin embargo, has nacido predestinado a ello -replicó su padre.

Las piernas le flaquearon. El aliento se negó a llegar a sus pulmones. La habitación se puso a dar vueltas.

Horas después, pasada esta terrible impresión, la madre de Muncanor animaba a su hijo, que se negaba a salir de los aposentos reales.

- Vamos, cariño, no será tan difícil.

- ¡Debes estar bromeando! -Contestó el nuevo elegido-, ¡nadie me verá jamás como un rey! Los súbditos no tienen esa idea de mí. ¡Me encargo de atender sus peticiones sobre la comida y las fiestas! ¿Cómo van a tomarme en serio los ejércitos? Nos invadirán, será el fin...

- No seas tan negativo -dijo su madre, poniéndose en pie-. Debes asumir tu responsabilidad. Tu hermano no está y el reino necesita un monarca. Si no te encargas tú de esta tarea, nadie más lo hará, Muncanor.

El joven rey pasó despierto toda la noche.

Diez días después a contar desde aquella, se acostó en el lecho siendo ya... ¡un lecho real!

Pero aunque pudiera parecer que las cosas iban a ser más fáciles al día siguiente... nada más lejos de la realidad. Los nobles le miraban descontentos. Las damas, divertidas. Sus padres, preocupados. Y los súbditos, bueno... los súbditos -o al menos eso le parecía a Muncanor-, con escepticismo y sonrísas pícaras, apenas disimuladas.

No tenía madera de rey. Se repetía a si mismo, una y otra vez.

El hecho de pasar las tardes llorando, maldiciendo su suerte, tampoco contribuía a que su aspecto fuera más gallardo. Y la cosa empeoró todavía más cuando hubo de empezar a tomar decisiones.

Fue el día de las Audiencias.

- Su majestad -dijo un pobre pescador, arrodillándose ante él-. Tengo tres hijos menores de ocho años. Dos están enfermos y tienen hambre. Mi mujer tiene que llevar el pescado al pueblo de Ayaplana para poder comer, pero la carretera está tan mal que nunca llegamos antes de que cierre el mercado. ¡Ayúdanos, poderoso monarca, construye una carretera que permita comer a mis hijos!

Esa fue la primera petición. A Muncanor se le iluminó el rostro al pronunciarse:

- Sea -dijo.

Y la carretera se construyó.

Pensó, con aquella primera acción, que había hecho lo correcto.

Pero poco después, una oleada de campesinos enfurecidos entro en la sala de Audiencias.

- ¡Majestad, la carretera de Ayaplana está llena de ladrones! Ahora todo el mundo pasa por ella y nos roban las espigas de trigo y las mazorcas de maíz que dan a ese camino. Tenéis que cambiar la carretera, de lo contrario, nuestras familias morirán de hambre. ¡No queremos la carretera en ese lugar!

El rey hubo de pensar un momento.

- Sea -dijo,... aunque en un tono menos convencido.

Tres semanas más tarde, los ladrones se presentaron en la sala de Audiencias.

- Su respetado monarca -dijo el cabecilla-, usté creerá que nozotroz zomoz mala gente. Pero ahí le digo yo, que nozotros zomos azí porque nadie nos ha tratado con amor, majeztá. Y yo tengo cinco hijos, y pasan hambre, y usted debería volver a poner la carretera, y dezirle al noble que lleva el Feudo de Ayaplana que deje en paz a nueztraz mujerez, que bastante tenemoz ya con la vida errante como para encima... tener que aguantar que se pavoneé delante de las guaridaz y les haga promesas de amor... que luego no cumple. Además, ahora quiere cobrarnos por pasar por allí,.. y nos dice que debemos asaltar sólo a los viajeros que él señale con su dedo magnánimo.

Muncanor escuchaba todo intentando no centrarse en el mal olor que desprendía su marginado vasallo.

- Mire uzté, ¿no podría poner la carretera libre y quitarnos de encima a ese noble, tan pesao?

- Sea -añadió Muncanor frotándose los ojos-, veré que puedo hacer.

Empezaba a estar cansado.

El noble de Ayaplana era todo un guerrero. Un aguerrido ex soldado, curtido en el campo de mil batallas. Solo su presencia, ya hacía al rey sentirse pequeñito.

- ¿Vas a decirme cómo gobernar mis tierras? -inquierió el noble-. Acataré vuestra palabra, majestad -dijo con retintín-, dado que es ley y he de verla cumplida. Pero entonces, decídme, ¿qué queréis exactamente que yo, vuestro humilde servidor, haga por vos?

Muncanor se puso a pensar. Si satisfacía a los ladrones y cortaba las alas al noble, puede que ahora no tuviera problemas, pero si en algún momento necesitaba el apoyo del noble, seguramente no lo tendría. ¿Y si los nobles se alzaban en su contra, a causa de su inexperiencia? ¿No sería terrible tener a aquel valiente soldado como enemigo? Sólo en sus ojos ya podía notar el desprecio que sentía ante la idea de ser gobernado por una persona menos fuerte que él.

No obstante, si contentaba al noble y le dejaba campar a sus anchas, los ladrones sin duda estarían descontentos, y atacarían a sus soldados, o quizá a la población, con lo cuál no contentaría a los campesinos, ya de por sí molestos porque la carretera favorecía a los pescadores. Eso por no hablar de que el noble podría interpretarlo como un símbolo de debilidad, y reafirmarse en su ida de que sería fácil quitarlo de en medio.

Los ojos se le llenaron de lagrimas al rey.

La tradición impedía que durante los 8o días siguientes al nombramiento y subida al trono, pidiera ayuda a sus padres, pues de este modo, entendían las leyes de aquel país que aprendería las dificultades de la vida de monarca.

- Creo que... volveré luego -dijo al fin con un hilo de voz.

- Id con Dios -contestó el noble.

¿Era su imaginación o antes de cerrarse la puerta unas carcajadas se colaron por el espacio que mediaba entre ésta y el marco?

"Soy un rey pésimo" se dijo, con los hombros hundidos.

- Soy el peor rey que ha tenido este reino...

Pero entonces ocurrió algo.

Desde el basto imperio en el que había sido capturado su hermano, llegó un corcel. A lomos del corcel, magnífico caballo andaluz, de rápido galope y pelaje gris, iba un habitante del Desierto de Chá. Dicho desierto, decían, albergaba a algunas de las mentes más espléndidas del mundo. Sólo que sus dueños solían ser huraños nómadas que vivián solos la mayor parte del año.

- Necesito ver a su majestad -dijo el jinete de voz profunda, inclinándose cortésmente.

Vestía una túnica negra que le tapaba de la cabeza a los pies, y apenas sus ojos negros y rasgados, capaces de atravesar el alma, quedaban al descubierto en su rostro.

- ¿Quién quiere verme? -dijo Muncanor, vigilando de cerca al desconocido-, ¿también vienes a pedirme algo?

- Vengo a solicitar una tarea que sin duda vos podéis realizar -dijo respetuosamente el extraño.

- ¿De qué se trata? No quiero responder a más peticiones hoy, sólo deseo estar solo.

- De eso se trata, majestad -dijo el extranjero, inclinándose de nuevo-, de que aprendáis a gobernar.

Aquellas palabras dieron en la diana. Muncanor se puso en pie, dispuesto a abandonar la sala de Audiencias.

- No huyáis ahora, Muncanor -pedió el visitante-, eso solo postergará la lucha y el problema no va a desaparecer solo.

El rey se detuvo. Miró al extraño y le preguntó su nombre.

- Al-Shadir, de las Tierras más allá de la frontera Este. Vengo de parte de vuestro hermano.

Los ojos se le iluminaron al rey.

- ¿Cómo se encuentra? ¿Volverá pronto?

Una carcajada inundó la estancia.

- Ha encontrado esposa en mi reino -dijo el misterioso embozado-, se ha casado y creo que pasará allí muchos, muchos años. Más de los que le obligaba el emperador.

Muncanor miró al suelo de marmol blanco, profundamente abatido.

- Me ha abandonado -dijo entonces.

- Es un modo de verlo. Yo prefiero pensar que el Destino ha preparado un tablero de juego distinto al que ambos esperábais. Y ahora os toca a vos jugar vuestras cartas, con vuestros propios recursos.

Muncanor se rascó la cabeza y luego se sentó de nuevo en el trono.

- ¿Qué era eso que has dicho de enseñarme a gobernar?

Al-Shadir se sentó a su lado.

- Intentáis gobernar del modo en que lo haría otra persona. Pero jamás os habéis preguntado: ¿qué haríais vos?

- No sé a qué te refieres -replicó el monarca-, todo lo que hago lo hago yo. Y lo decido yo.

- Sí, decidís. Pero luego no actuáis en consecuencia. Actuáis como creéis que esperan los demás que debéis hacerlo.

- ¿Cómo...?

El rey no entendía nada.

- ¿Qué es gobernar, Muncanor?

- Dar órdenes.

Al-Shadir sonrió. Antes de hacerlo, se quitó el velo que tapaba su rostro y dejó al descubierto la faz barbuda de un hombre de unos cuarenta años. Moreno, de tez oscura como el café y ojos brillantes.

- Gobernar es elegir. Y vos no os atrevéis a elegir porque tenéis miedo.

- ¿Miedo? -mintió el monarca-, ¿miedo a qué? No tengo... miedo de nada.

- Miedo de crearos enemigos.

- Bueno,... a todo el mundo le asusta eso. ¿O no?

- Imaginémoslo así -continuó Al-Shadir, haciendo un ademán en el aire frente al rey-, si vos descontentáis a un noble, contrariándolo, y ese noble organiza una revuelta, ¿es culpa vuestra?

- Sí, por supuesto -contestó el rey sin dudar.

- Bien. Entonces, si vos tomáis la misma decisión cortándole las alas a un noble, y a raíz de eso el noble decide no organizar una revuelta porque os empieza a respetar, ¿también es culpa vuestra?

- Pues claro.

- Y siendo exactamente iguales ambas decisiones, ¿cómo podéis saber lo que hará el noble?

Esta vez, Muncanor hubo de quedarse pensando un rato.

- Pues... porque... porque lo sé, porque se ve en sus ojos.

Al-Shadir se echó a reír.

- ¿Lo sabéis?

- Sí, claro. Claro que lo sé. Yo sé muchas cosas.

- Por supuesto -dijo el extranjero, haciendo una breve reverencia-, luego sabéis cómo van a actuar los ladrones, y el pescador, sabéis también lo que va a hacer el noble... lo sabéis todo, vaya.

Muncanor se puso colorado.

- Al menos lo intento.

- ¡Ahí está vuestro error! -Señaló Al-Shadir-, pensáis que podéis saberlo todo, de todo el mundo, y en caso de tomar una decisión, siempre tomáis aquella que favorece al que os pide algo. Pero eso, Muncanor, no es gobernar.

El rey le miraba con los ojos muy abiertos.

- ¿Qué es, pues, gobernar?

- Tomar aquella decisión que nos parece más justa, y afrontar las consecuencias sin derrumbarse ni encumbrarse demasiado -y mirándole con cierto cariño, añadió-, bueno, en vuestro caso, podéis encumbraros todo lo que queráis, pues algo me dice que no sóis de esas personas a las que la arrogancia pueda llegar a cegar.

El rey estaba asombrado ante estas palabras.

- Pero, ¿y si tomo una decisión y trae terribles consecuencias? ¿y si el pueblo se enfada conmigo? ¿y si, por mi culpa, estalla una guerra?

- Ya estáis otra vez igual. Todos los monarcas -dijo Al-Shadir- tienen esas mismas dudas. Y todos corren esos mismos riesgos. No podéis ser un buen gobernante si no sóis fiel a vuestro criterio. Sed honesto con vos mismo, defended vuestra posición sin temor a herir al otro, eso os hará ganar el respeto de vuestros amigos. Y de vuestros enemigos, también. Y si, llegado el caso, descubrís que no sóis un buen rey, al menos sabréis que habéis sido rey. De lo contrario, no sóis nada.

Una débil sonrisa que luego se distendió y alcanzó sus ojos, iluminó el rostro del monarca.

- ¡Gracias! -Dijo-, así lo haré, de ahora en adelante.

Al día siguiente, Muncanor empezó a tomar sus propias decisiones y con el paso de los años, se convirtió en uno de los mejores monarcas -o al menos, uno diferente-, que había tenido su reino. Descubrir quién era y cuáles eran sus opiniones fue su mayor aventura.

Pasada una década, los nobles, que seguían fielmente a su líder, clamaban una guerra contra el imperio que todavía mantenía cautivo al hermano del monarca.

A pesar de los intentos del rey de disuadirlos, hubo al menos de organizar una incursión para intentar saber algo del paradero del otrora elegido para rey.

Cuando los jinetes regresaron, dijeron que el ejército del temido emperador del Este se estaba preparando para una lucha. Muncanor no lo dudo y salió al encuentro con su propio ejército. Era valiente, y estaba decidido.

Al llegar al campo de batalla, a pesar de que los soldados pedían inicar la lucha sin parlamento, Muncanor, su consejero, el astrónomo y un capitán general se adelantaron dispuestos a hablar con el emperador, cuyas bastas hordas de soldados se extendían a su espalda.

- Podemos evitar la lucha, si liberáis a mi hermano -dijo el rey, empleando un tono respetuoso para dirigirse al otro gobernante.

El hombre alto, de tez morena se quitó el velo y dejó al descubierto una faz barbuda, pero con algunas canas.

Muncanor abrió los ojos con gran asombro y sus cejas se elevaron como paracaídas al viento.

- ¡Al-Shadir! -dijo, asombrado.

El emperador asintió a la par que hacía una breve reverencia con la cabeza.

- Sabía que si ordenaba a mis hombres ir a la guerra, vuestro ejército nos saldría al encuentro.

Muncanor aguardó en silencio, hacía años que había aprendido a dejar que sus enemigos expusieran todas sus razones.

-... era la única manera segura de haceros venir hasta aquí. Para pediros vuestra ayuda -continuó el emperador-. Hay bárbaros en el norte de mi imperio que atacan mis tierras. Si vuestro ejército se une al mío y marchamos contra ellos, no tendrán defensa posible. Ayudádme, rey Muncanor, a recuperar la paz, y os estaré eternamente agradecido.

El monarca contestó:

- ¿Y mi hermano?

Un capitán general del ejército enemigo descubrió su rostro. Era el del hermano del rey.

- Se casó con mi sobrina hace mucho tiempo -respondió Al-Shadir-, y desde entonces ha vivido feliz en mi corte.

Los gobernantes regresaron para hablar con sus hombres y más tarde, en el campo de batalla, estrecharon sus manos, entre los vítores de ambos ejércitos.
Trajeron la paz a sus tierras y gobernaron magnánimamente durante mucho tiempo

FIN.

2 comentarios:

Orfalas dijo...

Me gusta mucho. Muy en tu estilo :)

Me alegro de volver a leer cosas tuyas

Nelly dijo...

Si tuviera más tiempo... escribiría cuentos decentemente, pero la verdad es que así a bote pronto me van saliendo estas cosas. Y lo que me dijo una amiga: "yo creo que si no las escribes explotas!" jajajaj.
Gracias, Dani, sabes que es un honor leerte.
Múas,
Nelly-Eva.

Publicar un comentario

 

 

 

Creative Commons License
contador de visitas para blogger por paises