LA BOUTIQUE DEL PAN

Finalista del Certamen de Relatos Puente de Letras 2007
Publicado en el recopilatorio "Relatos Bajo el Puente" de la misma editorial.

La Boutique del Pan no era una tienda cómo las demás. Un cartel rojo de madera con letras de oro bailaba sobre las puertas acristaladas de roble que daban acceso al local. Todos los que allí entraban sentían el embriagador aroma de los pastelillos recién horneados, el chocolate espeso humeante que se servía en la barra y los deliciosos bollos de pan que podían degustarse gratis, uno por cliente, con la compra habitual.
Joanne Dalambert era la dueña de aquel comercio que llevaba dieciocho años abierto en la pequeña ciudad a orillas del río Garona. Se decía de ella que tenía un carácter abierto y afable, aunque no exento de excentricidad.
Era una mujer delgada que siempre vestía tonos alegres, de ojos árabes y cabello cobrizo, con un pasado misterioso del que nadie sabía demasiado. Algunos vecinos del pueblo decían que era hija de un millonario que vivía de sus rentas, otros, que siendo muy joven se había fugado de un monasterio a las afueras de la ciudad. Los había que aseguraban que estaba loca y otros, que era una bruja que, de haber vivido en la Edad Media, habría visto su fin en la hoguera.
Pero lo cierto era que la única magia de Joanne se desarrollaba entre cacerolas y hornos de leña, amasando deliciosas piezas únicas de su sabroso pan.
— ¿Pan de jengibre? —le preguntó una clienta al ver la cesta de bollos recién horneados.
—Para su constipado —respondió Joanne.
— ¿Y ese otro, es realmente de menta? —Preguntó otra señora—. Nunca había visto algo así.
Los panes de Joanne cada vez tenían ingredientes más extraños, pero a nadie parecía importarle demasiado, pues realmente las recetas funcionaban. El pan de regaliz encantaba a los más pequeños, el de arroz ayudaba a adelgazar, el de avellanas tenía mucha demanda en Navidad. Un día, cuando estaba a punto de cerrar, Joanne encontró a don Julián, sacristán de la parroquia, con aspecto alicaído sentado en la barra.
— ¿Qué le ocurre, don Julián?
—Añoro a mi esposa —le dijo este.
La mujer de don Julián había muerto hacía un año de una pulmonía que se había complicado y, desde entonces, él había perdido su sonrisa. Se había vuelto taciturno y reservado, melancólico, todo lo contrario a lo que solía ser.
Joanne no contestó, pero aquella noche trabajó sin descanso buscando una receta que pudiera ayudar a su vecino. Cuando éste volvió al día siguiente, tendió una cesta repleta de bollitos recién horneados. Él cogió uno con expresión dubitativa, pero ante la sonrisa de la mujer, se relajó y le dio un pequeño mordisco. Al instante, su cara se iluminó y volvió a ser el Don Julián de antes.
—Gracias, muchas gracias —dijo—, es como volver a sentir cerca a mi mujer. ¿Qué extraño pan es este?
—El de la Memoria —respondió Joanne, enigmática.
El sacristán se lo agradeció otra vez y, dando media vuelta, salió de la tienda con el ánimo ligero y una sonrisa radiante.
— ¡Cuidado, don Julián! —Dijo la dueña de la floristería, que se tropezó con él en el umbral—. ¿Qué le ha pasado a este hombre? No le había visto tan feliz desde el día de su boda.
Joanne sonrió para sí.
— ¿Puedo tentarla con pan de narcisos, Margarita? —preguntó solícita—. Estoy segura de que le va a encantar, es una receta nueva.
—Oh, vaya, querida, esto esta exquisito. Es increíble. Me siento… realmente distinta. ¿Será este nuevo tocado que llevo? Me lo trajeron de París, ¿no me queda estupendamente?
—Sin duda.
Desde aquel día La Boutique del Pan fue escenario de una febril actividad. La fama de las increíbles propiedades de los productos de Joanne se extendió allende su vecindad. Incluso grandes empresas llegaron a ofrecerle cantidades desorbitadas por el secreto de sus recetas, pero ella siempre rechazaba las ofertas con amabilidad y determinación.
Una tarde lluviosa de otoño, una figura ataviada con un largo abrigo gris como el cielo nublado entró en el local y se sentó en la barra.
—Es una hermosa tienda —dijo a Joanne—, para quien le guste rodearse de cursilería.
Ella le dirigió una mirada dura.
—Es usted nuevo en la ciudad, ¿verdad? —le preguntó—. Déjeme ofrecerle un regalo de bienvenida.
El hombre estiró la mano y cogió sin ninguna ceremonia el panecillo que le ofrecía. Apenas lo probó, volvió a escupirlo disimuladamente en una servilleta, demostrando una increíble rudeza.
—Lo siento, no quería ofenderla, creo que necesito algo más fuerte. ¿Tiene alcohol o solo vende productos pueriles?
—La taberna está dos calles más abajo —respondió Joanne visiblemente enfadada.
Sin mediar palabra, el desconocido se levantó, saludó con una brevísima inclinación de cabeza y se fue.
—Es el nuevo banquero —dijo don Julián cuando se hubo marchado—. Dicen que es un hombre cruel y sin corazón. Nadie le soporta, no tiene amigos.
Joanne pasó la noche ideando una receta para el nuevo vecino. Las fotos de la boda de don Julián estaban sobre la mesa donde amasaba el pan que elaboraba para él, los pétalos de narcisos para el pan de doña Margarita se esparcían por doquier entre las bandejas manchadas de harina. Sobre las estanterías se apilaban frascos llenos de los ingredientes especiales con los que elaboraba los distintos productos: regaliz, avellanas en polvo, gotas de rocío, virutas de chocolate, hasta brisa del atardecer guardada en un frasco, algo de pimienta y clavo, orégano, etc. Pero nada de eso servía.
—Lo tengo —se dijo de pronto, y comenzó a mezclar con frenesí en un cuenco las especias que necesitaba.
A la semana siguiente, cuando el desagradable cliente volvió a aparecer, estaba preparada.
—No comprendo porqué tiene siempre tanta gente —le dijo el banquero sentándose en la barra—, esto parece un corral de gallinas, ¡qué algarabía!
—Tenga —le ofreció Joanne—, pruebe este pan, lo hice especialmente para usted.
Él le dirigió una mirada que no supo interpretar. Podía ser de sorpresa, desprecio o incredulidad. O un poco de las tres cosas.
— ¿Se decepcionará si no me gusta?
—En absoluto, me agradaría que fuera sincero.
El banquero probó el pan y lo masticó unos instantes, al cabo de los cuales se hizo visible su indiferencia por el extraño sabor.
—Lo siento —le dijo—, no es nada especial. ¿Cómo dice que se llama? ¿Pan de la amabilidad? —Se llevó una mano a la boca para ocultar una carcajada—. Lo siento, discúlpeme, pero es usted muy graciosa. ¿Qué tipo de nombre es ese para un panecillo?
Ella le miró impasible. Sus ojos negros no dejaron entrever ninguna emoción.
—Ya nos veremos —se despidió poco después el hombre, levantándose—. A propósito: he oído que hace un pan especial para cada persona. Es una buena publicidad. Pero no se esfuerce demasiado conmigo, yo solo vengo porque prepara un café estupendo.
—Le gusta negro como el alma de un condenado —añadió doña Margarita.
Cuando se hubo marchado, otra vecina se acercó a Joanne:
—Qué descortés es ese hombre, debería prohibirle la entrada al local.
Ella suspiró abatida.
—Parece que disfruta siendo cruel conmigo —dijo—. Pero no me rendiré.
Cada semana, puntualmente, elaboraba una receta nueva para el banquero, y cada semana, puntualmente, éste se dejaba caer por La Boutique del Pan el tiempo justo para criticar a su dueña, o a la decoración, mientras tomaba una taza de café.
— ¿Por qué es tan cínico? —le preguntó un día Joanne, tras darle a probar su nuevo pan de cardo, la más humilde y hermosa de las flores.
—Considero que criticar a la gente como usted es un deber —le respondió—, porque intenta llenar el mundo de mentiras y falsas esperanzas. Solo trato de que lo vea tal y como es en realidad.
—Igual es usted el que está equivocado.
—Lo dudo mucho, pero no intentaré convencerla, porque es de esas personas que creen que siempre tienen razón. Buenos días.
El pan de la humildad no funcionaba.
—Su decoración es ridícula.
El pan tostado bajo el sol tampoco hizo efecto.
— ¿Todavía no se ha arruinado? Lo hará si sigue vendiendo este pan con sabor a mermelada.
La receta con frutas silvestres fue un desastre.
— ¿Qué lleva esto? Es como si me metiera un puñado de arena en la boca.
Joanne tiró el pan de playa de verano mientras negaba silenciosamente con la cabeza. Era imposible, ninguna de sus recetas funcionaba. Ni el chocolate, ni las sonrisas, ni la alegría, ni la brisa, ni la música, ninguna de las cosas hermosas que ella veía en el mundo servían para ablandar el corazón de aquel hombre. Y eso era así, sencillamente, porque su corazón era de piedra. Tan frío como el hielo invernal que cubría las carreteras.
—Es un caso perdido —le decía doña Margarita—, olvídelo. Ha hecho feliz a mucha gente.
Pero Joanne no podía darse por vencida. Rendirse era una palabra ajena a su vocabulario.
— ¿Hoy no tiene nada nuevo para mí? —Le preguntó la semana siguiente el banquero—. Parece que se le acabaron las ideas estupendas.
En la trastienda de Joanne se apilaban las cajas de ingredientes. Especias secretas traídas de recónditos lugares de Asia, frutos secos de Kenia, nieve fundida del Kilimanjaro, chocolate de templos mayas, harina de trigo hecha con el viejo arte manual. Pero ninguna mezcla funcionaba.
Agotada, un domingo por la tarde salió a pasear. Se acercaba ya la primavera y los almendros eran los primeros en florecer en los jardines y plazas. Los cambios de viento inesperados jugaban a chocar las nubes que se deslizaban raudas. De repente, un chaparrón le obligó a refugiarse en un soportal.
—Buenas tardes.
Joanne se giró y se encontró con un paraguas negro enorme, que parecía querer herirla con sus afiladas varillas. Con un enérgico gesto, su portador alzó la tela y al instante reconoció al banquero bajo ella.
—Ah, es usted…
—Si quiere puedo acercarla a esa horrible tienda que tiene —le dijo.
Ella sonrió.
—No me malinterprete —se apresuró a añadir—, no es galantería, es que no quisiera que se le estropeara ese bonito vestido. A buen seguro alguna mecedora lo estará buscando.
—Gracias por el ofrecimiento, pero debo declinarlo.
—Como quiera.
Había dado media vuelta para marcharse cuando se giró de nuevo hacia ella.
— ¿Esta segura?
Asintió.
—Tan solo bromeaba. No se lo tome a mal, no me importa acompañarla.
—Gracias, pero no es necesario. Me gusta la lluvia.
Tras encogerse de hombros, él reemprendió su camino con andares pesados y rítmicos; ella observó su figura alejarse por la calle adoquinada, bajo la lluvia, con mirada escrutadora.
El viento arrastraba consigo algunas flores invernales de los únicos árboles que contrariaban el ritmo de los demás. De pronto el rostro de Joanne se iluminó con una amplia sonrisa.
Al lunes siguiente, cuando el banquero entró en La Boutique del Pan, ella le estaba esperando. Muchos de sus vecinos le dieron la espalda cuando se acercó a la barra, pero a él no pareció importarle, estaba acostumbrado.
—Si vuelve a proferir algún insulto contra este establecimiento o su dueña —le advirtió el sacristán—, yo mismo me encargaré de arrojarle a la calle.
—Basta, don Julián… —medió Joanne.
—No, está bien, tranquila. —El banquero recogió su sombrero y se dispuso a levantarse—. Quizá será mejor que me vaya.
—Pero antes pruebe este pan.
Alargó una cesta que contenía un único panecillo de aspecto corriente y suave corteza. Tenía el mismo color de la madera de cerezo clara, similar al tono de los ojos del banquero.
—Espero que sea de cianuro… —murmuró por lo bajo doña Margarita.
Con gesto condescendiente, el hombre tomó el panecillo y lo mordió. Joanne le contempló intensamente. De pronto, el semblante del banquero se iluminó con una sonrisa increíblemente cálida. Los que contemplaban la escena se quedaron boquiabiertos a causa de la sorpresa. Mas el hombre pronto recuperó la compostura y se tornó a la dueña de La Boutique del Pan.
—Está bueno —le dijo—, no es que sea una exquisitez, claro, pero aprecio su esfuerzo.
—Espere —dijo Joanne—, nunca me ha dicho su nombre.
—Andrés —le contestó—, me llamo Andrés. Y lamento si le he molestado con mi conducta, mi intención no era más que tomarle el pelo. Sé que todos le han prevenido contra mí, así que entendería que no quisiera dejarme entrar más en su tienda.
—Al contrario —sonrió Joanne—, siempre será bienvenido.
No pasó mucho tiempo antes de que lo volvieran a ver de nuevo. Y esta vez sus modales habían cambiado. Se mostraba generoso, amable, solícito y sonriente. Incluso los clientes del banco notaron el cambio. Muchos lo atribuyeron a lo enamorado que estaba de la dueña de La Boutique del Pan, pero otros murmuraban que se había producido por el panecillo que ella le había dado a probar aquel día.
—Vamos, dínoslo —insistía doña Margarita—, ¿qué clase de magia has usado?
—Mis recetas son secretas —contestó Joanne.
Doña Margarita resopló impaciente.
— ¿Pusiste suavizante para calmar el mal humor de ese hombre? —Preguntó don Julián—. ¿Era pan de ortigas para darle un escarmiento o quizá contenía mucha sal para derretir su congelado corazón?
—Habría hecho falta toda la del mar Muerto —añadió doña Margarita.
Joanne negó con la cabeza.
—Nada de eso. El único pan que podía curar su corazón está hecho con esa flor amarilla —señaló el jarrón que había sobre la barra—, la única que florece en invierno, venciendo el frío.
Ambos se acercaron para observarla de cerca. Era una flor compuesta de un sinfín de otras más pequeñas, del color del sol, que caían en cascada dando una apariencia de textura de algodón.
— ¿Era pan de nardo, entonces?, ¿de crisantemo? —preguntó don Julián mirando a doña Margarita, que arqueó las cejas sorprendida al reconocer la flor.
—No —respondió Joanne sonriendo—, de mimosa.

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