EL PUEBLO DE CHARLOTTE


(Narrado en el Cuenta Cuentos celebrado en Málaga con motivo de la presentación de la Asociación Cultural Mejor con Un Libro)
Publicado en el recopilatorio "Él Árbol de los Cuentos"




El carruaje recorrió veloz el tramo que separaba el camino del bosque de la aldea. El aire era húmedo y frío, y a medida que avanzábamos por el valle, parecía volverse más denso, tanto, que hasta la mera tarea de respirar se tornaba ardua, laboriosa.
A través de la ventanilla del coche miré las casas de aquella deprimente población, preguntándome qué habría llevado a mi tía a instalarse en un lugar tan alejado de la civilización y su cálida vorágine.
Observé los rostros cenicientos de cuantos se cruzaban en mi camino y ellos, a su vez, me espiaron con curiosidad, cuando no con miradas hoscas que reflejaban toda la desconfianza que sentían por los extraños.
Hacía dos días que había abandonado las bulliciosas calles de París, luminosas, llenas de vida, con sus bares y salones, sus teatros, dónde siempre se escuchaba el sonido de las manos gráciles de las damas y de los caballeros aplaudiendo ante las maravillas que se representaban sobre los escenarios.
Las calles cercanas al Moulin Rouge, los bailes en el Hôtel Saint-Gabriel, los carteles de Lautrec adornando las paredes de los salones de fiesta, la diversión, el calor de las lámparas y las chimeneas, nada tenían que ver con aquel sendero enlodado en el que se hundían ahora las viejas ruedas de la carreta.
—No me extraña que circulen esas leyendas de vampiros del centro de Europa… —le comenté al doctor Philippe Clermont, mi compañero de viaje—. Cualquiera podría inspirarse en este paisaje para escribir historias de terror.
—Recuerde, mesié Shelton, que muy pocos han llegado a observarlo —me contestó con gravedad—. Ni usted sabría de la existencia de este lugar si su tía no le hubiera reclamado en su lecho de muerte.
Ciertamente, tía Charlotte era una completa desconocida para mí. Solo algunas menciones de mi madre acerca de su hermana viuda mantenían en mi memoria la existencia de esa rama de la familia a la que jamás visité. Ahora que ella estaba a punto de morir, y en ausencia de herederos, había solicitado mi presencia.
—Debo prevenirle —dijo de pronto el doctor—, su tía habla poco y puede que lo que le diga no tenga mucho sentido para usted. Su única labor es permanecer a su lado hasta que llegue la hora, para que pueda irse en paz.
Asentí distraído.
De pronto, el carruaje se detuvo. Una mano blanca se aferró a la ventanilla, crispada como si su dueña acabara de ver un fantasma.
—¿Qué es lo que ocurre?
El doctor se apresuró a retirar la negra cortinilla para mirar hacia la mujer que, sosteniendo a una niña en sus débiles brazos, no dejaba de gemir y quejarse.
—Márchate —dijo el doctor—, vamos, fuera de aquí.
—Mi hija —decía una y otra vez la extraña—, mi hija se muere.
La pequeña no tendría más de ocho años, el pelo castaño y los ojos fijos en algún punto, con una mirada febril y vacía.
Me apiadé de su gesto de súplica y miré al doctor, cuya mirada fría me sorprendió. Tanto insistió la mujer, que finalmente el médico bajó del coche para examinar a la niña. Lo hizo con aplomó y pericia, consciente de que yo le observaba. Pero nada podía hacer ante las fiebres que consumían a la pequeña. Murmuró unas palabras al oído de la madre que no alcancé a escuchar, pero que causaron un gran efecto en ella, pues tras mirarme agarró con más fuerza a la niña y se alejó presurosa.
El doctor entró de nuevo en el coche y se sentó a mi lado con gesto cansado. De pronto se me antojó mucho mayor de lo que en realidad era. No debía sobrepasar los cuarenta años y, sin embargo, su faz era la de un hombre que ha vivido muchas más décadas.
—Me ausento del pueblo una vez en cada siglo —bromeo con amargura— y cuando regreso siempre encuentro estas desgracias.
—¿Es grave? —pregunté.
—No pasará de esta noche, no hay medicina que pueda sanarla.
—Lamento oírlo, pero no puede curar a todo el mundo —le contesté—. La muerte es parte de la vida.
El doctor me contempló sumido en un silencio reflexivo y no volvió a pronunciar palabra hasta que llegamos a nuestro destino.
Aquella noche brumosa y sin estrellas, nos paramos frente a la puerta de la vieja casa de Charlotte, cuyas vigas estaban heridas de podredumbre y humedad.
Descendí del coche y, nada más poner un pie en el suelo, un escalofrío recorrió mi espalda haciéndome temblar. Miré hacia la fachada de la casa y de pronto descubrí a mi tía rodeada de oscuridad, de pie tras la ventana del segundo piso; llevaba puesta una blusa de mangas anchas, y bajo sus cejas níveas, unos ojos de mirada distraída contemplaban el bosque.
El doctor rezongó algo y se apresuró a entrar. Le seguí. Subimos unas escaleras angostas que crepitaban bajo nuestros pies y llegamos al cuarto de la anciana.
—Señora, no debe levantarse de la cama —le dijo mi amigo mientras la conducía suavemente, pero con firmeza, hasta su lecho—. Ha venido alguien desde muy lejos solo para verla. Mire.
Con un leve gesto, mesié Clermont me indicó que me acercara. A la luz de la vela que alumbraba el cabecero de la cama, contemplé el rostro de la anciana que me observaba con expresión de quien no se da cuenta de lo que acontece a su alrededor.
El tiempo había sido amable con ella, y tan solo su vaga expresión y las profundas arrugas alrededor de sus ojos delataban su edad.
—Hace mucho que no habla con nadie, se pasa los días encerrada —me susurró el doctor. Y dirigiéndose a ella añadió—: Éste es mesié Thomas Shelton, su sobrino.
Recuerdo haberme arrodillado a su lado y palpado la madera del lecho, podrida bajo la pintura. De improviso mi puño se hundió en la superficie y varias astillas se clavaron en mi muñeca.
El doctor insistió entonces en ir a buscar un poco de agua para limpiarme la herida, dejándonos a solas durante un rato. Me levanté distraído contemplando mi propia sangre, cuyo color rojo oscuro parecía brillar en contraste con el lúgubre ambiente de la habitación. Era como si todo a mi alrededor careciera del brillo de la vida, todo parecía apagado, triste, nublado por un manto de penumbra.
La anciana estiró entonces su mano buscando la mía, pero no me di cuenta, distraído como estaba en la contemplación de los tétricos cuadros que adornaban la pared. Solo cuando alcanzó mi abrigo, del que dio un fuerte tirón, me incliné hacia ella. En sus ojos no vi el brillo febril de la enfermedad, ni el desvarío, ni la locura. Tan solo la culpa y el miedo que le abrumaban.
—Vete —susurró—, corre, ahora. Antes de que sea tarde.
—Tranquilícese tía, estoy aquí para cuidarla y no me iré de su lado.
Los ojos de la anciana se abrieron con desesperación. Parecía que iba a decir algo más cuando la puerta golpeó la pared a mi espalda, sobresaltándome, y la mujer cayó hacia atrás, quedando recostada en la cama como antes.
—Es difícil encontrar agua limpia en esta casa —dijo el doctor.
Tomó mi muñeca con cuidado y vertió un poco del líquido incoloro sobre la herida.
—Aguante el candelabro, tiene unas astillas clavadas.
Con cuidado, quitó una a una las finas agujas de madera que lastimaban mi piel.
—Dejaré que se acomode y me retiraré por hoy —concluyó poco después—. Vivo dos calles más abajo, por si me necesita. No dude en avisarme para lo que haga falta. Sé lo que piensa: es un pueblo pequeño y, en apariencia, poco hospitalario, pero es solo durante los primeros días, luego verá cómo se acostumbran a usted.
—Bueno —sonreí—, tampoco tengo pensado establecerme aquí.
El doctor me devolvió la sonrisa antes de despedirse. Al quedarme solo, de pronto me invadió una terrible sensación de vacío. Como si de un momento a otro fuera a desaparecer.
—Veamos qué tan cómodo es el sofá de mi tía.
Horas después estaba sumido en un profundo sueño reparador, del que me arrancaron unos gritos destemplados procedentes del cuarto de arriba. Me levanté de un salto, temiendo que algún animal salvaje se hubiera introducido en la casa y estuviera atacando a mi tía, y corrí raudo en su auxilio.
Subí de dos en dos el tramo de escaleras y prácticamente volé a través del corto pasillo que me separaba de la habitación donde estaba su lecho. Abrí la puerta enarbolando una escoba destartalada que había cogido por el camino y, presa del pánico, miré a un lado y a otro en busca del agresor.
No hallé rastro de él.
Tampoco de mi tía. Ni víctima ni asesino, solo un rastro macabro de sangre y huellas de lucha, pues la mesita de su cabecera estaba volcada y las sábanas, hechas jirones, se esparcían por el suelo.
Pasé las manos por mi rostro una y otra vez, intentando disipar el velo de oscuridad que nublaba mi razón. Me temblaban tanto las piernas que creí que no me sostendrían y, cuando iba a apoyarme en la pared, descubrí horrorizado la huella ensangrentada de una mano. Conteniendo las nauseas, aparté la vista.
—¡Tía, —llamé en voz alta—, tía Charlotte!
Pero no obtuve respuesta.
La ventana estaba rota, así que me asomé y oteé la calle, pero ningún animal, por grande o feroz que fuera, podría haber saltado tal altura. Aquello me llevó a pensar que si se había introducido en la casa por algún otro lugar, carecía de toda lógica el que no me hubiera atacado a mí primero.
Salí a la calle para pedir auxilio y a buen seguro desperté a más de un vecino con mis gritos antes de llegar a la casa del buen doctor, que me abrió la puerta al instante.
—Cálmese y cuénteme lo que ha ocurrido desde el principio —me dijo.
Hice lo que me pedía y le conté todo lo que había pasado. Después, él y otro vecino al que mi alboroto había desvelado se dirigieron a la casa de tía Charlotte, empuñando sendas escopetas.
—Yo voy con ustedes —aventuré.
—No, quédese aquí —replicó el doctor, tajante—. Está completamente trastornado. Si como presumo ha sido algún lobo, le daremos caza.
—Pero…
—No hay peros que valgan, insisto. Mi casa es su casa ahora. Por la mañana lo verá todo más claro.
Y sin darme oportunidad de contrariarle, se marchó.
Quedé bajo los atentos cuidados de su mujer, un ser de maneras tan sigilosas que al andar apenas levantaba un rumor sobre la alfombra.
—Gracias —le dije, cogiendo la taza de té que me ofreció—, me siento intranquilo aquí sentado, sin poder hacer nada.
Por toda respuesta, la mujer del doctor inclinó cortésmente la cabeza.
Esperé a la luz del amanecer para volver a salir a las calles y me abrí paso hasta el fondo de una lúgubre y pequeña taberna, situada no muy lejos de la casa de mi anfitrión. Bajo la luz mortecina de las lámparas que aún permanecían encendidas, el rostro de la mesonera lucía una palidez sobrenatural.
Poco a poco comenzaron a llegar clientes que se sumaron a los que debían llevar allí desde la noche anterior, a juzgar por su aspecto. De todas formas, me extrañó mucho el no escuchar mención alguna de los acontecimientos ocurridos pocas horas antes. Como decía el doctor, era un pueblo pequeño y las noticias suelen volar más veloces que el viento.
—¿Se sabe algo del doctor Clermont? —pregunté a la mesonera.
—No tardará en regresar —me contestó, con una mueca parecida a una sonrisa—. Usted es ese profesor, ¿verdad?, el que vino de París. No debería preocuparse tanto.
—Me llamo Thomas Shelton —contesté.
—Su vieja tía estaba chiflada —dijo de pronto la mujer, mostrando una impertinencia tan atrevida que me dejó sin habla—. No debe andar muy lejos, descuide, no sería la primera vez que se escapa en mitad de la noche y luego tenemos que ir al bosque a buscarla.
—Perdone, pero no creo que deba hablar así de una anciana enferma —contesté.
La mesonera se encogió de hombros, volvió a arrugar su gesto en esa mueca que pretendía hacer pasar por sonrisa y me dejó sumido en mis pensamientos. Claro que yo no conocía a la tía Charlotte más que de nuestro breve encuentro el día anterior, pero no me había parecido una persona tan desequilibrada como para fugarse en mitad de la noche sin un buen motivo. Eso, sin contar las huellas de lucha de su alcoba. Por otro lado, ¿qué podía haber entrado en la casa para atacarla, ignorando y esquivando mi presencia con tanto sigilo?
Fuera lo que fuese, estaba seguro de que el doctor habría ido hasta la misma entrada del infierno a fin de descubrir al asesino.
Una horas más tarde lo vi regresar, exhausto y con el ceño fruncido.
—Seguimos el rastro de sangre hacia el bosque —me dijo—, pero no quedó nada de ella que pudiera enterrarse. Lo siento. Debieron ser lobos o quizá perros salvajes. Cuando escasea la caza se vuelven fieros. Pocas veces atacan a los humanos, pero no sería la primera vez que ocurre.
Le miré pesaroso.
—Le agradezco todo lo que ha hecho —dije.
Los dos días que siguieron a aquel transcurrieron tan rápidamente que apenas me di cuenta. Fui huésped del doctor hasta que, al cuarto día desde mi llegada, argumentando que no quería abusar de su hospitalidad, solicité los documentos que hubiera podido dejar mi tía para volver a la ciudad lo antes posible.
—El notario está indispuesto —me contestó—, no es más que un resfriado, pero quizá debería aguardar un poco más antes de visitarle, ahora mismo no podría levantarse de la cama para atenderle.
—En tal caso —contesté—, esperaré en la casa de mi tía. Ya han hecho bastante por mí.
Aquella noche, mientras descansaba sumido en un duermevela, escuché un ruido extraño.
Me incorporé y miré a mi alrededor, pero el salón estaba vacío, así que volví a acostarme. Al poco rato, el rumor llegó de nuevo a mis oídos. Era un sonido bajo, apenas perceptible. Llegaba hasta mí de un lado y luego del otro de la habitación.
Para evitar que los impertinentes mosquitos importunaran mi sueño, había colgado el dosel que protegía la cama de mi tía de la vieja lámpara del techo. A través de él vislumbré una figura chata imbuida en un blanco camisón. Iba a retirar la tela para comprobar que no era un sueño cuando un grito se escapó de mi garganta, pues la mano que detuvo mi gesto mostraba heridas putrefactas.
—¡Dios mío! —exclamé.
—Escúchame —dijo aquel fantasma—, si no te vas de este pueblo maldito pronto, jamás podrás escapar de él.
En apenas un instante mi miedo y confusión se tornaron en ira. Preparado para golpear con mis propias manos desnudas a aquel fantasma, aparté la cortina dispuesto a enfrentarme con lo que creía el producto de mi locura. Pero nadie oyó el grito que inundó la estancia, porque nadie había allí más que yo, para escucharlo.
A la mañana siguiente me dirigí a casa del doctor Clermont. La pesadilla me había parecido tan real que sin duda era síntoma de que estaba perdiendo la cabeza. Dispuesto a confesarle los desvaríos de mi razón, me personé ante su puerta y llamé insistentemente. Era el amanecer del quinto día desde que llegara al pueblo de Charlotte y, una vez más, me abrió él mismo, vestido con una elegante bata que se me antojó antiquísima.
—No se torture, amigo mío —me dijo al recibirme—. No fue más que una pesadilla, es normal en sus circunstancias, no debe preocuparse.
—Pero… usted no lo entiende. Era ella, creo que era mi tía, y estaba viva. Quizá sobrevivió al ataque, puede que escapara al bosque, y ahora esta ahí fuera, enferma y desorientada.
El médico me miró con gravedad.
—Yo no lo creo —me dijo—, olvida usted que encontramos pruebas de su muerte.
—Dijo que no halló su cuerpo —insistí.
—Dije que no quedó nada de él, que no es lo mismo.
No admitió discusión y me mandó de vuelta a mi nueva casa, con mandato de reposar todo el día y tomar una infusión de hierbas medicinales antes de comer.
Así pasé mi última jornada de libertad.
Al atardecer salí de aquella vieja casa y caminé rumbo a la taberna, en busca de un poco del calor de mis congéneres. Pero en mi paranoia se me antojaba que todos aquellos con los que me cruzaba me miraban con ojos hostiles, y a su vez yo hacía lo mismo con ellos.
—Me iré esta noche —le dije a la mesonera tras tomar una cerveza— y me olvidaré de todo este asunto.
Al salir, tan apresurado andaba que no me di cuenta de por dónde dirigía mis pasos y tropecé.
—Disculpe, mesié.
Una niña se apartó rápidamente de mi camino. Pero no lo suficiente como para que no la reconociera. Era la niña moribunda, la que había visto en manos de su madre al llegar al pueblo.
Las palabras del doctor acudieron a mi mente reviviendo el momento en que la vi por vez primera en brazos de su madre. “No pasará de esta noche” había dicho él y, sin embargo, allí estaba, pálida y con ojos febriles, pero jugando descalza indiferente a la humedad o al frío.
—No es posible.
Tan rápido como las oscuras ideas se perfilaban en mi mente, eché a correr en dirección a la casa del doctor. El último rayo de sol se ocultaba en el horizonte cuando golpeé con insistencia la madera ennegrecida de la puerta de su casa.
Me abrió él en persona.
—La niña —le dije presa de un nerviosismo incontrolable—, la que iba a morir, la niña… está, está…
—¿Viva? —inquirió.
Asentí con la cabeza varias veces.
—No, amigo mío —me contestó—, no está viva, es tan solo otra aparición. Pero pase, pase, no se quede ahí en la puerta.
—La he visto…, tiene que acompañarme y se la mostraré…
Me guió hacia el interior de la casa.
Entramos en el salón, donde me dio la espalda mientras hablaba, contemplando los viejos tomos de medicina que se apilaban sin ningún orden sobre una estantería de madera.
—Permitidme que os cuente una historia —comenzó—. Hace ya muchos años, viajaba en dirección al pueblo al que se debe mi apellido para celebrar el cumpleaños de mi ahijada; jamás llegué a alcanzar mi destino, ni ella a recibir su regalo. Mi chofer, un borracho inútil y desafortunado, nos extravió en el camino.
—No entiendo qué tiene que ver…
—Espere, mesié Shelton, es usted muy impaciente —me interrumpió el doctor—. Supongo que es un rasgo inherente a la juventud. Usted es tan joven. Yo, sin embargo, a mis años he aprendido que la paciencia es la mejor de las virtudes. Aguarde y comprenderá.
Asentí en silencio.
—Nos perdimos en los bosques que rodean este pueblo y fuimos presa fácil de los maleantes. Vulgares ladrones que tras una emboscada, y dándonos por muertos, nos abandonaron malheridos en un sendero. Ellos huyeron con nuestro carruaje y pertenencias de valor. El cochero murió. Pero yo sobreviví. Soporté el frío, el hambre, la sed y vagué durante días sin rumbo hasta dar con un pobre campesino que me condujo a esta aldea alejada de todo. Para entonces mis heridas se habían infectado y la fiebre era tan alta que incluso con los mejores cuidados y atenciones me habría resultado muy difícil evitar un trágico destino.
Suspiró e hizo una pausa, como si le costara recordar hechos tan lejanos en el tiempo.
—Fui conducido ante la persona que, en aquel entonces, hablaba en nombre de todos los habitantes de este pueblo —continuó—. Me dijo que conocía la forma de salvarme, curar mi dolor y evitar un desenlace fatal. En definitiva, me dijo que conocía la manera de burlar a la muerte y vivir para siempre. Claro que, a cambio debía pagar un ínfimo coste, olvidarme de un concepto harto sobrevalorado: mi libertad.
—No… no entiendo de qué está hablando.
—¡En este pueblo —grito el médico volviéndose hacia mí—, nadie perece, nadie muere! Todos los que estamos atrapados en este lugar seguimos existiendo para siempre, sean cuales sean nuestras dolencias, pase lo que pase. Solo hay una condición para que esto ocurra, y es que haya alguien entre nosotros que sea mortal, alguien debe estar realmente vivo.
Me miró, sopesando mi reacción. Tan aturdido estaba que no atiné a pronunciar palabra, creía que me estaba tomando el pelo, sin embargo, una terrible sensación en mi interior me indicaba lo contrario, que lo que decía era verdad.
Mesié Clermont leyó la confusión en mi rostro, por lo que se apresuró a continuar:
—No me cree, ¿no es cierto? Usted mismo lo ha visto: ningún habitante de este maldito pueblo puede morir. La niña de la que habla, por supuesto que no sobrevivió a aquella noche, pero hoy sigue en pie. Igual que su madre, que sucumbió a similares fiebres mucho antes que ella. Las dos seguirán como hasta ahora siempre y cuando no abandonen el pueblo y alguien de entre sus habitantes esté realmente vivo. Vuestra tía era la última persona que gozaba de lo que usted conoce y entiende por vida mortal, y viendo cercana su hora, decidimos ir a buscarle.
—Entonces ella también está…
—¿Viva? Es una forma de decirlo, sí. Ya la habéis visto, anticipamos su final y quizá fue un poco más trágico, pero a pesar de todo decidió visitaros para insistir con sus ridículos avisos. Verá, mesié Shelton, la muerte nos afecta de forma diferente a cada uno y debemos asumir las consecuencias de burlarla.
Y dicho esto se abrió su levita dejando al descubierto una herida sanguinolenta, del tamaño de mi mano extendida, rodeada de carne putrefacta. Me incliné sobre mi estómago para contener la náusea. Me pareció oír su risa retumbando en mis oídos antes de que la habitación empezara a dar vueltas a mi alrededor. Todo se volvió oscuridad y me desmayé.
Desperté viendo su pálido rostro en la cabecera de la cama.
—Sí, todo es verdad —murmuró mientras me daba un vaso de agua—. Ya son casi las doce. Al terminar el quinto día desde que llego aquí, no podrá volver a marcharse. Los caminos desaparecerán, permanecerán ocultos durante medio siglo y no podrá volver a hallarlos, por mucho que se empeñe. Al cabo de ese tiempo, si lo desea podrá marcharse, aunque sospecho que solo lo hará para encontrar a alguien que ocupe su lugar. Le ofrezco una existencia eterna, lo que el hombre siempre ha deseado.
Me incorporé asustado, presa de la ansiedad.
—Me iré —le dije, apartándole con el brazo.
—¿Y condenarse a vivir unos pocos años más? ¿Para qué? ¿Con qué fin? La enfermedad se abatirá sobre usted, el tiempo le robará la juventud, la energía. Perderá su entusiasmo, su idealismo, la belleza. ¿Por qué ese empeño por sufrir? Si esa necia anciana no hubiera tenido un repentino ataque de conciencia ni siquiera se habría enterado de todo esto hasta que hubiera sido demasiado tarde. Realmente, debería darme las gracias, le estoy ofreciendo un gran don.
Pensé en la tía Charlotte, a la que apenas conocía, y en cómo había intentado avisarme desde el principio.
—Quizá, tras probar la existencia de la que habla, decidió que no merecía la pena —dije mientras me levantaba dispuesto a abandonar aquella casa.
—¡Esto es lo único que nos queda! —Rugió el doctor—, y no permitiré que nadie nos destruya, menos aún un joven ignorante e impulsivo como usted.
Intenté apartarle de mi camino y el forcejeo se saldó con un puñetazo que lo derribó. Eché a correr entonces hacia la puerta y atravesé igualmente el espacio que me separaba del límite del pueblo, corriendo a toda la velocidad que me permitían mis piernas.
Daban las doce cuando mis pies se adentraron en el bosque.
No sé cuánto tiempo estuve corriendo, desorientado en la inmensidad de la foresta, lo que sí sé es que no alcancé a escuchar los sonidos que me advertían de la cercana muerte a tiempo, pues pronto una manada de lobos me salió al paso.
—Irónico destino —dije mientras levantaba una rama de un árbol para defenderme.
Los animales se acercaron dispuestos a darse un festín. No tenía escapatoria. El primero se arrojó contra mis pies y mientras esquivaba a otro que intentaba morder mi brazo, un tercero clavó sus dientes en mi pierna por encima de la rodilla. Grité, caí al suelo y le pateé el sucio hocico hasta que conseguí alejarlo, pero solo fueron unos pocos metros. Pronto otros dos feroces animales se unieron al festín. Cerré los ojos y me preparé para el trágico final, los animales eran demasiado fuertes. Pero antes de sucumbir a sus dentelladas, se vieron interrumpidos por mesié Clermont quién, guiando a una docena de personas armadas con antorchas e instrumentos de labranza, tornaron la cacería en huida.
Quedé tendido, tiñendo de rojo el suelo del bosque, con heridas en todo mi cuerpo y un profundo corte abierto en la pierna. Fue el doctor quién se arrodilló a mi lado, contemplando con ojo clínico el resultado de mi corta huida.
—Lo lamento —le dije entrecortadamente—, pero creo que esta noche ha perdido al último vecino vivo.
—Ni por lo más remoto, amigo mío —contestó con una sonrisa que carecía del todo de humor—, el pueblo está cerca, vuestras heridas no son graves y, por mi propia existencia, os juro que os repondréis y viviréis…
Cerré los ojos derrotado.
—… durante mucho tiempo.


FIN

2 comentarios:

Raúl Frías dijo...

Leído. Le encuentro un problema: que no veo la gran pega de ser inmortal. La verdad es que no me transmite ningún desasosiego. ¿Quedarte a vivir en un mismo sitio? Mucha gente lo hace. No sé, le encuentro esa pega.

Un abrazo.

Raúl Frías

Nelly dijo...

Bueno, todo depende de lo trotamundos que seas, je,je,je.
Muchas gracias por leerlo, Raúl, en breve publicaré otro que creo que sí te va a gustar mucho.
:D

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