La máquina de estereotipos - Cuento de fantasía.


Érase una vez la alcaldesa de la ciudad de los Cuentos que lloraba y lloraba sentada en las escaleras de la casa consistorial de su ciudad imaginada.

- ¿Se puede saber qué te pasa ahora? -le preguntó el niño mensajero que casualmente caminaba por aquella plaza con forma octogonal, adornada con una fuente en el centro.

Por todos era sabido que el niño mensajero vagaba a sus anchas por la ciudad, y que cada cuál al leer sobre ella poblaba la urbe con las más diversas y variopintas criaturas que vivían en su imaginación. A nadie le extrañaba pues ver un ciempiés gigante conversando con un gato, o una oca con sombrero paseando por el mercado, o un juglar con mallas ajustadas haciendo malabares en un cruce. Lo mismo te topabas con un caballero con chistera que encontrabas a un científico conversando con un guía espiritual.  De todos ellos era solamente éste personaje, el mensajero, el único capaz de atravesar la frontera del Universo de las palabras y viajar por otros mundos, donde variaba su aspecto y forma.
- ¿Por qué lloras? 
- No lloro -dijo Nelly al niño- es que...estoy preocupada.
- ¡Ah, por eso me has hecho traer al doctor...!


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(fuente imagen)



Tras la figura menuda y delgada del niño surgió un hombre de pelo cano. La alcaldesa no se había percatado de su presencia. Quizá porque el atardecer se ocultaba tras una cortina de lágrimas y estaba demasiado ocupada intentado apartarlas de su visión.
- Creí que solo estabas paseando -le dijo al niño, mientras se restregaba los ojos.
- Uno nunca pasea sin propósito...
El doctor carraspeó y se adelantó a la figura del mensajero:
- ¿Qué le pasa, joven? He venido lo más rápido que he podido con mis viejas y cortas piernas.
- Señora Alcaldesa -le recordó Nelly.
- ¿Qué le pasa, señora alcaldesa? -repitió el personaje de rostro afable.
Nelly bajó la vista al suelo, compungida.
- Es que algo ha cambiado últimamente -comenzó.
- Dígame, de qué se trata -quiso saber el médico-, no sea tímida. En mi consulta he oído de todo.
- Pues... pues verá, prefiero ....últimamente, prefiero tocar el piano a ver la televisión -dijo.
Al doctor le entró la risa. Pero al ver que la alcaldesa no se reía nada su gesto recuperó la compostura.
- Ajá -dijo, gravemente-, eso es algo preocupante, ¿ha observado algún extraño síntoma más?
- ¡Oh, sí! -respondió Nelly-, también prefiero leer a ver programas que no me aportan nada. Incluso libros que ya he leído varias veces. Últimamente disfruto mucho del silencio, de la paz y la armonía de actividades que requieren mi atención. Me gusta dar largos paseos, alegrarme por las cosas sencillas,...
- Bueno, no veo dónde esta el problema... -dijo el médico.
- ¡No se da cuenta! -contestó la alcaldesa-, ¡¡fíjese, ahora llevo gafas de pasta!!
Señaló, efectivamente, unas monturas que no llevaba antes. De hecho, Nelly nunca llevaba gafas.
- ¿Y qué? -preguntó el médico.
 La alcaldesa se puso en pie de un salto:
- ¿¿Pero es que no lo ven??
El doctor miro al niño, que a su vez no dejaba de mirarla a ella intensamente.
- Pues yo no sé dónde esta el problema -contestó el médico.
- ¡¡¡QUE ME HE VUELTO UNA INTELECTUAAALLLL!!!!

El grito espantó a los pájaros de la plaza. Algún que otro vecino se detuvo curioso, a observar.

- Bueno, las gafas no están del todo pasadas de moda... -contestó el doctor, sin saber bien qué decir-, podría... recetarle unas lentillas.

- ¡¡Que no, que no, que no se enteran!! -protestó la Alcaldesa.

Llegados a este punto el niño mensajero tomó la palabra:

- No es lo que es, sino lo que no es lo que le preocupa.

El médico estaba cada vez más confundido.

- ¿Ha visto alguna vez -preguntó Nelly-, una aventurera con gafas de pasta? ¿escuchando jazz? ¿tocando el piano? ¿pintando acuarelas o visitando un museo?

- ¡Pues hombre sería un buen personaje de novela! -interrumpió el niño mensajero. 

- ¡Tú a callar, que no eres médico!

Fingiendo ser obediente, enmudeció.

- Lo que decía -prosiguió Nelly-, sepa usted, bueno doctor, que me están cambiando los gustos. Y me preocupa cómo puede afectar eso a la Ciudad de los Cuentos. Ya desde niña mostraba una indiferencia total por el fútbol y los programas del corazón. Acepté ser incapaz de retener en la memoria las relaciones personales y los nombres del famoseo de la tele. Acepté no sentir la menor inclinación por la telebasura lo que, me crea o no, ocasiona silencios incómodos en algunas conversaciones. Incluso puedo comprender el no ser capaz de recordar los cumpleaños y sí las frases exactas de libros leídos hace siglos... todo eso, vale, pero es que ahora... ¡¡es terrible, terrible!!

Vuelta a llorar.

- Vamos, vamos -dijo el médico-, serenidad, no será para tanto.

- ¡Lo es!

Y de repente, gritó:

- ¡¡Es que no tengo dónde clasificarme!!

El niño mensajero se frotó el entrecejo con una mano.

- Esto nos va a llevar a un tiempo ... -dijo.

El doctor no entendía nada.

- A ver si me aclaro, ¿quiere medicamentos para ser más mundana?-miró al niño desconcertado-, ¿eso eso? ¿lo que le preocupa es que no le gusta el fútbol?

¿Y cómo sabes que un seguidor de Gran Hermano no se deleita con los colores de un Kandinsky? -preguntó el niño mensajero a la Alcaldesa, ignorando la mirada interrogante del facultativo.

Entonces sonó un ¡¡CRAAAAKKKKK!!! ¡¡¡¡punk!!! ¡¡CRASH!!

Y en la lejanía se levantó una columna de humo.

- ¿Qué ha sido eso? -preguntó el médico.

-  Se nos ha roto la máquina de estereotipos. -anunció el niño mensajero.

- ¿Y eso que es?

Todo escritor trabaja con una "maquina de estereotipos", que constituye una herramienta útil ya que dota de verosimilitud a los personajes de las obras, de manera que ciertas características de su carácter, gustos, motivaciones y conducta están interrelacionadas de manera creíble. Es indispensable para todo escritor creer en su personaje, o de lo contrario, por muy adecuado que este parezca, al lector jamás le resultará real. Para fabricar descripciones verosímiles, en lo más recóndito de la Ciudad de los Cuentos había una máquina, una inmensa máquina de estereotipos, que también servía de base a otra área de la psique humana que muchos solían llamar el sentido común. Ése sentido que, basándose en la experiencia y en una sabiduría remota, ayudaba a los humanos a enfrentarse a situaciones en las que la información estaba muy fragmentada.

El problema era que al verse sorprendida por una evolución de gustos tan extraña, Nelly no sabía bien dónde clasificarse a sí misma, y si no era capaz de clasificarse ella, ¿cómo iba a clasificar a los demás?

- ¡¡Esta todo patas arriba!! -gritó al viento, alzando las manos con los puños apretados, gesto de disgusto y grandilocuencia melodramática. 

El médico no sabía qué hacer.

De pronto el rostro de su interlocutora se iluminó.

- ¡Tengo una idea! ¡No necesito un médico sino un mecánico que arregle la máquina!

El niño mensajero buscó en su bolsa-bandolera y extrajo un pañuelo grande de tela.

- Ten, yo tengo el remedio.

- ¿Un paño? -preguntó la alcaldesa alargando la mano para alcanzarlo-, ¿para qué me regalas un pañuelo? esto no va a solucionar nada...

- Es que si lo que pretendes es volver al pasado, y tener los gustos de hace unas semanas, o no darte cuenta de lo complicado que resulta clasificar al ser humano, o si crees que es tan sencillo como esos programas matemáticos de estadísticas que se usan para decidir en qué lugar deben ir los anuncios publicitarios... entonces, si crees eso, no te hace falta médico, ni  mecánico... sino estar ciega. Y no ver lo que ahora entiendes. Lo cuál, dicho sea de paso, te impedirá crear personajes verdaderamente humanos.

Fue la alcaldesa la que guardó silencio en ese instante.

Y así la dejó el niño mensajero.
Reflexionando.

FIN. 




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