Cuento: El Soldado y Doña Rogelia

Hace muchos, muchos años, existió una ciudad llamada Samunlan. Tenía todos los servicios de una gran ciudad pero estaba enclavada en lo más profundo de un valle, al otro lado de un continente en guerra. Como dicha ciudad crecía al margen del resto del país y sus ciudadanos eran poco o nada dados a querer conocer lo que les rodeaba, en la urbe reinaba la paz. No había noticia de los conflictos que libraban sus vecinos ni tampoco querían saber nada de las ambiciones del estado. 

Con la llegada del invierno, una mañana gris y fría, cuando los primeros copos helados empezaron a caer sobre sus calles alfombradas de hojas, un extranjero penetró en metrópoli. 

Vestía un uniforme militar de color marrón claro. Llevaba una gorra calada sobre los ojos. Un mechón de pelo moreno le caía sobre la frente y tenía la barbilla ligeramente picuda. Andaba como aquel que ha visitado muchos parajes sin dejar de admirarse de su belleza pero sin entretenerse demasiado en ellos. Es decir, con el ánimo ligero, aunque miraba al suelo al pasar entre los demás transeúntes evitando sus ojos. 

Sin embargo, desde un balcón, la hermosa doña Rogelia, la más bella de todas las vecinas de la Calle de Monrán, lo vio pasar. Como era ella tan inquisitiva como alegre, tan locuaz como simpática y tan atrevida como valiente, bajó corriendo las escaleras y se asomó al portal para ver pasar de cerca al soldado.

 



Vio que bajaba la calle adoquinada de piedras grises y que giraba a la derecha al llegar a la esquina de la panadería de Don Fermín. 

 - ¿Quién será ese joven tan apuesto? -se preguntó. 

Ni corta ni perezosa dio la vuelta a la manzana, pues la curiosidad también es una virtud. Pero con desasosiego comprobó que no había rastro del soldado. Cuando volvía a casa abatida, vio de repente que en su portal estaba aquel joven tan misterioso. 

- Buenos días -saludó el soldado-, ¿conoce a una tal Hermenilda? 

- Pues no -respondió doña Rogelia jugueteando nerviosa con sus bucles dorados-, ¿quién es? 

- Tengo una carta para ella -contestó el soldado. 

- ¿Ah, sí? ¿y qué pone? -se disparó doña Rogelia. 
Enrojeció al instante. Y no solo porque se sentía turbada ante los ojos grises del soldado sino porque su corazón aleteaba dentro de su pecho como las alas de un colibrí frenético por verse enjaulado.

 - Calle de Monrán, número 8, puerta 3. 

- ¡Pero si ese es mi piso! - Debía de ser la anterior inquilina. 

Doña Rogelia se rascó la nariz, menuda y graciosa como la de un duende. El soldado bien podía ser un cartero, pensó, aunque con el petate al hombro, y el uniforme que repasó de arriba abajo con sus ojos claros como el cielo azul no parecía un empleado de correos. Estaba intrigada y cohibida por igual. 

 - No sé quién vivía antes en mi casa -respondió-, pero podemos preguntar a alguna vecina. 

- No, no -respondió el soldado-, ten, quédate tú con la carta. A fin de cuentas, es para tu piso, a lo mejor no es para alguien que vivía antes... sino para alguien que va a vivir en el futuro. Quién sabe. 

Se marchó sin decir nada más, rodeado de un halo de misterio. A Doña Rogelia le habría encantado decirle: ¡Espera, te invito a un café! o ¡sube que quiero saber de dónde vienes y a dónde vas! Pero no se atrevió a decir nada. Así que el soldado se marchó y ella se quedó con la carta. Al llegar a su piso la dejó sobre la mesa de la cocina y se puso a pensar, ¿para quién podía ser? ¿Qué persona del inmueble podía conocer a Hermenilda? Pensó y pensó y miró la carta a trasluz porque todos sabemos que es un delito imperdonable leer cartas ajenas. Así que no se atrevió a abrirla. Porque además de locuaz y curiosa, doña Rogelia era terriblemente ética en todo lo que hacía. La chiquilla más querida del barrio de Monrán. Todo dulzura e inquietud, todo curiosidad y descaro. 

Llegó la noche y seguía mirando la carta. La carta bajo la luz de la luna, la carta bajo las estrellas, la carta bajo el sol del amanecer. 

Las doce campanadas en el reloj del salón le sorprendieron y se despertó con la carta pegada a su mejilla pues se había quedado dormida sobre la mesa. La despegó de su piel tersa y sonrosada y descubrió con desasosiego que se había abierto la solapa, humedecida a causa del sudor de su rostro: 


Querida Hermenilda, 

Quiero que sepas que la autoestima baja es, sin lugar a dudas, causa de gran sufrimiento en este mundo. He visto como el general Torcuato escribía al Alto Mando para pedir refuerzos en la batalla del Río Mon, empeñado en que sus fuerzas no eran suficientes para derrocar a un puñado de campesinos que ni siquiera estaban bien pertrechados. A causa de su empeño en conquistar tierras que no necesitamos y de gobernar todo aquello que está fuera de nuestras fronteras, el Alto Mando ha enviado a mis hombres a la batalla y lo que parecía una empresa sencilla  ha provocado un conflicto mayor, cruel e innecesario, pues al atravesar las tierras del País del Norte con mis hombres, su rey nos ha declarado también la guerra. 

Ahora tenemos dos frentes abiertos. Uno al Sur, donde nuestro estado se empeña en conquistar un país pacífico sólo porque siente que debe hacerlo y otro al Norte, donde un gobierno belicoso ha preparado una campaña militar terrorífica para asediarnos. Y todo, querida Hermenilda, por la autoestima baja de nuestro regente, que se dejó aconsejar por malas influencias y se lanzó a la conquista de más tierras para ser mejor que el anterior rey, por el que clama el pueblo. 

Si el regente hubiera pensado que era maravilloso sin tener que hacer nada más, si su inseguridad no le hubiera llevado a compararse con nadie, jamás habría iniciado la conquista de países vecinos y mira tú por donde, Hermenilda, ahora nos vemos inmersos en una guerra cruel y sanguinaria que está dejando muchas víctimas en nuestras tierras. 

Te mando todo mi cariño, 
B. Marfil. 

 Doña Rogelia, que jamás tenía noticias del mundo exterior, la leyó como doscientas treinta veces a lo largo del día. Se preguntó qué habría sido del soldado, Cómo se llamaba. ¿Quizá Braulio? ¿Begoño? ¿Bodelaure? 

CONTINUARÁ...


Esperando a que volviera, Doña Rogelia se sentó en el suelo de su salón en la calle Monrán a ver pasar las horas, con su vestido rosa favorito y el cabello suelto, cayendo como una cascada sobre la tela que hacía fru-fru cada vez que se movía.

Esperaba y esperaba, asomándose al balcón de cuando en cuando para contemplar la calle desierta pues el invierno se había instalado en la ciudad, animando a los vecinos a transitar por las avenidas el menor tiempo posible.


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Se preguntaba a todas horas qué estaría haciendo el soldado. Si pensaría en ella, si habría regresado con su familia. Imaginaba una casa acogedora con una bonita chimenea y al misterioso militar regresando para abrazar a sus seres queridos.

¡Sí, así pasaba las horas Rogelia! hasta que alguien llamó a la puerta de su piso.

- Querida, ¿tienes el último boletín de la Junta de Distrito? 

Era doña Briseida, la vecina de enfrente, que llevaba casi medio siglo viviendo en la calle Monrán. Parecía una de esas ancianitas que anuncian pegamento para prótesis dentales. Sonreía afablemente con los ojos achinados y una piel suave tan delicada como su trato.

- Disculpe, doña Briseida, ¿no sabrá usted si aquí vivió una tal Hermenilda?

La mujer hizo memoria mirando al techo donde dos enormes arañas, al parecer enamoradas, se entretenían tejiendo la misma tela.


- Me suena mucho el nombre -contestó-, pero ahora no caigo...

- Es que tengo una carta... Bueno, llegó un joven... Quiero decir que alguien me ha dado una carta para ella -hizo una pausa para buscar el boletín y regresó a la puerta-, tenga, es el último que han mandado.

- ¡Gracias! Eres un cielo. Hermenilda, Hermenilda... -se alejó por la escalera repitiendo las palabras como un eco de su pensamiento-, Hermenilda, Herme...

Siguió pronunciando el nombre mientras doña Rogelia cerraba la puerta tras de sí y ahogaba un profundo suspiro. 

¡Se había enamorado! De un completo desconocido. Se había enamorado de una idea, de un misterio, de su propia fantasía. 

Un silbido desde la calle le llamó la atención. Era una melodía preciosa, su favorita. Jamás pensó que nadie podría interpretarla tan bien silbando. Rogelia se asomó tímidamente tras el visillo de su ventana y descubrió al soldado de pie en la acera mirando hacia arriba. ¡Muy contenta bajó las escaleras volando como el viento! 

- ¡¡Hola!! -exclamó abriendo la puerta-, pensé que nunca más volvería a verte.

- Tengo otra carta -contestó el soldado entregándosela a doña Rogelia.

Esta vez, la joven pensó que no podía dejarlo escapar. 

- ¿Te gustaría pasar y tomar un café o un té?

- No puedo quedarme -dijo el soldado.

Y sin más dio media vuelta y se marchó con el ánimo ligero entonando una canción.

Doña Rogelia no pudo seguirle. Sentía tanta tristeza cada vez que lo contemplaba marchar que sus pies parecían enraizarse en la tierra y el mundo se volvía denso y apagado. Se quedaba paralizada, como presa de un embrujo. 

Entró de nuevo en su piso y esta vez rasgó de inmediato el sobre para leer con avidez la carta.

Querida Hermenilda,

Esta trinchera es muy fría y he descubierto en las largas noches a la intemperie montando guardia bajo las estrellas, que otra de las causas de mayor sufrimiento en el mundo es la soledad. Los seres humanos nos sentimos muy solos a veces, Hermenilda, y ese vacío es como un silencio terrible que anega lo demás y amenaza con engullirnos y hacernos desaparecer. 
Es por eso que en esta carta he decidido hacer lo que no tuve valor hace unos meses, en casa de tus padres: y es pedirte que te cases conmigo.
El amor es lo más bonito de la tierra y nada como un compromiso para fortalecer nuestros lazos eternos. Nada como decirle a la persona en la que confías que la amas y que vas a estar a su lado, siempre. Nada como ese vínculo de complicidad, confianza y cariño, basado en el respeto y en querer la felicidad del otro a través de uno mismo.
Llega el alba y se prevé una cruenta lucha.
Espero tu respuesta con ilusión.
Tuyo siempre,
B. Márfil

Rogelia estrechó la carta contra su pecho. ¡Qué declaración de amor tan maravillosa!

En ese instante llamaron a la puerta.

- Hola, doña Briseida, ¿ya ha vuelto de su paseo? ¿Vio al soldado?

- No, no lo he visto, ¿ha estado aquí?

- Hace un momento, ¡casi se cruzan en la calle, seguro!

- Vaya, qué pena habérmelo perdido. ¡Ya sé quién es esa mujer que nombraste antes: doña Hermenilda! -la vecina se adentró en el piso de doña Rogelia muy contenta-, se trata de una joven que vivió aquí hace muchos años. Durante la guerra.

- ¿Había guerra?

- ¡Oh, sí, una terrible! Eso fue antes de que cerráramos las fronteras  de la ciudad -contestó doña Briseida-. Hermenilda era la hija del cartero que nos traía las cartas en aquella época. Sus padres vivían justo en el ático y ella ocupaba esta planta. Era muy guapa, morena de ojos verdes. Toda una beldad. De hecho, todavía se habla de ella en el barrio. Estaba prometida a un soldado... pobre.

- ¿Pobre? -preguntó doña Rogelia alzando una ceja-, ¿por qué pobre?

- ¡Ay, es una historia tan triste! -se lamentó doña Briseida.

- ¡¡Cuéntemela, cuéntemela!! -doña Rogelia no aguantaba la intriga.

CONTINUARÁ... 




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- Eran una pareja encantadora -comenzó la anciana Briseida-, él se llamaba Bruno Marfil y ella era doña Hermenilda. Se habían conocido el verano anterior a que estallase la guerra. Cuando él partió con el ejército ella se quedó muy desolada, pero las atenciones de Siberio, el hijo del carnicero, le sirvieron de consuelo. Como su padre era rico, Siberio cubría a doña Hermenilda de regalos e insistía a diario en que un pobre soldado no podría tener las mismas atenciones que él tendría con ella. Al ser tuerto y jorobado no podía ir a luchar como los demás jóvenes de su edad. Los meses fueron pasando y la guerra, que muchos decían que iba a durar unas pocas semanas, se prolongó e incluso creció en crudeza y sinsentido. Doña Hermenilda era tan guapa como inquieta y no tardó en aburrirse de las cartas que Bruno Marfil le enviaba desde el frente. A veces, el cartero se confundía y entregaba a otros vecinos las misivas llenas de barro y palabras de amor. Creemos que en una de esas cartas Bruno se declaró a doña Hermenilda, pero jamás la recibió...

- ¿Por qué?

- ¡Porque se había mudado con Siberio al pueblo de al lado! Donde se casó y tuvo un montón de hijos tuertos y jorbados como su padre. Eso sí, eran todos inmensamente ricos. Tan codiciosos como acomodados.

- ¡Vaya!

Doña Rogelia no sabía qué pensar de toda aquella historia, pero sí tenía una cosa clara: si era Bruno Marfil el que entregaba las cartas esperando encontrar a su amada, ¡ella estaba dispuesta a ser su consuelo! Es posible que se hubiera desorientado un poco a causa de la guerra. Quizá se había dado un golpe en la cabeza y por eso no recordaba nada...

O puede que no fuera Bruno sino un amigo de él quien hacía de cartero.

Doña Rogelia le dio vueltas a la historia durante horas. Anocheció y se durmió pensando en ella. ¿Cómo es posible que doña Hermenilda renunciara al amor por dinero? ¿Es que había algo en el mundo más valioso que estar enamorado?

Pasaron los días y un atardecer helado escuchó silbar junto a su ventana. ¡Bajó corriendo a la calle! ¡Abrió la puerta del portal de un golpe! ¡Clas! El cristal casi se rompe al dar contra la pared.

¡Allí estaba el soldado!

- Tengo una carta para...

Doña Rogelia se lanzó a su cuello y lo estrechó entre sus brazos.

- ¡¡No me digas más!! ¡¡No me digas más!! -exclamó-, pasa y déjame que te cuente dónde está ahora Hermenilda..., porque ella se casó y se marchó, se fue con un hombre muy feo y muy rico. Así que ¡sube a tomar un café y hablamos de ello con calma!

Feliz como una niña con zapatos nuevos tiró de él por la escalera. Abrió la puerta de casa, le invitó a entrar, le trajo unos cómodos calcetines gruesos de lana, le dijo que tenía té de jengibre y galletas recién ellas. Le condujo a sentarse en el sofá y después le miró con su mejor sonrisa y un gesto pícaro. Estaba pletórica. ¡Por fin podría hablar con el soldado!

- Esa tal Hermenilda no conviene a tu amigo Bruno -le dijo doña Rogelia-, ¡es una pájara de cuidado! El mundo está lleno de gente así, de gente mentirosa y convenida. Pero aquí, en la calle Monrán, ¡no encontrarás nunca nada de eso! La gente es amable, se interesan por la vida de los demás con honestidad y buenas intenciones. Podrías quedarte aquí. Podrías decirle a Bruno Marfil que viniera, ¡y que se olvide de esa novia ingrata! Porque... tú no eres Bruno Marfil, ¿verdad?

El soldado se quitó la gorra y miró a doña Rogelia con sus estremecedores ojos grises. Eran un tanto indefinidos, incluso parecía que cambiaban de color, del azul más claro al marengo más indescifrable. Francamente, era difícil mirarle y ver dos veces el mismo tono.

- ¿Eres Bruno Marfil?

El soldado asintió.

- ¡Oh, vaya! -doña Rogelia se llevó una mano al pecho-, ¡cuánto lo siento! Hermenilda se ha fugado con ese tal Siberio. Pero no te preocupes, ¡puedes quedarte aquí!

- No, no puedo -contestó el soldado.

- ¿Por qué no?

- Porque estoy muerto.

Y desapareció.

Hay que destacar que para ser una persona tan pragmática, científica, empírica, locuaz y simpática como doña Rogelia... no se tomó el asunto mal del todo. En vez de gritar, huir espantada o desmayarse, se quedó sentada y perpleja junto al lugar que hacía apenas unos segundos había ocupado el soldado. El soldado que, misteriosamente, se había esfumado delante de sus narices sin dejar de él ni las botas. Ni la gorra que, por cierto, calló lentamente al suelo mientras se volvía translucida.
Lo único que quedó de su presencia fue la tercera y última carta.
Esta vez no incumplió ninguna ley ética no escrita al abrirla, ya que en el membrete había otro nombre:


Querida doña Rogelia,

Ahora que conoces mi historia no me queda otra que despedirme. Llevo años vagabundeando por este mundo, por este piso y por este barrio; al descubrirte una mañana de primavera y ver que eras tan locuaz, simpática, inocente y divertida pensé que sería bonito que tú me conocieras. Tienes tantas ganas de vivir. Pero claro, yo soy un fantasma y eso es un problema a la hora de establecer relaciones personales.
Al poco de que te mudaras me entretenía tirando al suelo tus cuadros de Van Gogh y asustando al gato que la vecina dejaba todos los viernes a tu cuidado. ¡Ese animal es un mal bicho! Se comió tus pinceles... Creo que es bueno que lo sepas ya que siempre te preguntabas por qué se rompían.
Doña Hermenilda se casó el mismo día que yo escribí la carta en la trinchera. El mismo en que abandoné este mundo, pero no me di cuenta hasta que no te lo contó la vecina. Ahora que sé que mi amada está con otro, que me abandonó antes de mi muerte, bien podría haber pasado de alma en pena a espíritu enfadado pero te escribo para decirte cuál es la tercera causa de sufrimiento para vosotros y la primera para los que ya no estamos en el mismo mundo: perder el tiempo en pequeñeces. 
¡No pases un día más triste! Sea quién sea el que te diga cosas malas. El tiempo es el mayor tesoro, el bien más preciado. No lo malgastes en guerras, luchas sin sentido, tristezas ni melancolías. ¡Busca aquello que más disfrutes e imprégnate de ello el mayor tiempo posible! De la compañía de tus amigos, de tu familia, de las sonrisas de los que te quieren. Ese bueno rollo prevalece cuando dejas atrás tu cuerpo y, creéme, hay fantasmas con muy mala pinta... porque antes fueron unos amargados.

Dicho esto, quiero que sepas que aunque me vaya ahora de vez en cuando vendré a visitarte. Pero no te diré dónde, ni cuando, para que sea más divertido...

Afectuosamente,
B. Marfil.


- ¡Estupendo! -doña Rogelia arrugó la carta en sus manos crispadas. Tenía el ceño fruncido y le temblaba el labio incontrolablemente-, ¡para un chico que me gusta y resulta que está muerto!

Rompió el papel en pedazos y la lanzó por la ventana, al gélido aire de la noche que atravesaba la calle Monrán.

Doña Briseida le habría dicho que "nadie es perfecto", pero doña Rogelia no estaba para oír nada más respecto al fantasma. Justo cuando más enfadada estaba se dio cuenta de que la carta era muy valiosa y que la había roto en pedazos con rabia sin pensar en si quería conservarla. En verdad las tres cartas eran valiosas. Así que se puso una bufanda roja que le daba varias vueltas al cuello y sobraba aún para arrastrar por la acera. Cogió un gorro y un abrigo, unos guantes y unos calcetines muy gruesos y se fue a la calle con una linterna.

Dicen los que vecinos que la vieron hasta altas horas de la madrugada agachada en el suelo, recuperando los trocitos de la carta del soldado. Dicen que mientras lo hacía parecía oírse una vieja canción de guerra silbada, a pesar de que la calle estaba completamente desierta...

FIN.



1 comentarios:

Nelly dijo...

¡¡Lo sé, lo sé!! tiene faltas, pero es que me ha dado tiempo a corregirlo.. je je je.

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