La Zapatera (Cuento anti-estrés)

Aunque su verdadero oficio era el de tejedora, la joven llevaba tres años en una empresa dedicada a fabricar zapatos. Su talento le permitía tejer la piel a las suelas con gran acierto y era diligente y entregada en su labor.
La fábrica de zapatos era una de las tres más grandes del mundo. Se situaba a las afueras del pueblo, junto a una vieja estación de tren a la que de vez en cuando llegaban enormes máquinas expeliendo vapor por sus chimeneas oxidadas.
A la zapatera le encantaban los trenes.
Trabajaba día y noche en una de las diez cadenas de montaje de zapatos. El jefe de aquella cadena le pedía que tuviera terminados cuarenta zapatos cada luna llena. Es decir, cada mes. Y ella se afanaba en terminarlos con todo su corazón, pues a los que los acababa a tiempo -y no era una tarea sencilla-, les daban un premio: una campanilla de cristal.
Esa campanilla era un objeto muy apreciado y no todos la ganaban. Al moverla producía un tintineo que a todos les sonaba a "esfuerzo", "orgullo" y "recompensa".
Pero ocurrió que, pasados más de dos años, un día de luna llena, cuando el jefe de la cadena de montaje pasó por el puesto de la zapatera, torció el gesto con disgusto.
- ¿Qué?, ¿qué pasa? -preguntó alarmada ella.
Con un bolígrafo, el jefe removió la gran caja repleta de zapatos y tras mirar a la zapatera con gran intensidad, se alejó sin darle la campananilla de cristal.
Incrédula, la zapatera contó los zapatos que había en su caja.
Sólo había 39.
Es decir, se había extraviado un zapato.
Desesperada, comenzó a buscarlo. Miró encima de la cinta transportadora, debajo de la máquina que curtía las pieles, alrededor de su puesto de trabajo, de su silla... nada.
Muy, muy triste, maldijo su torpeza.

El mes siguiente comenzó con la misma diligencia que los anteriores. Todos los zapateros y zapateras se sentaron en sus respectivas cadenas de montaje y empezaron su quehacer. 
Nuestra protagonista decidió que nunca más iba a volver a cometer el error del mes anterior y contabilizó con gran cuidado los zapatos.
Mas al volver la luna llena y presentar sus resultados comprobó con espanto que a dos pares de botas doradas les faltaban los cordones.
De nuevo, el jefe pasó de largo con su preciado premio. Tampoco habría campanilla de cristal para ella en esta ocasión. 
Esta vez a la zapatera sí le afectó mucho el hecho. Llevaba treinta días trabajando con todo su corazón, había hecho lo mismo que otros meses pero ahora la tarea le resultaba más pesada. Se sentía triste, pues pensaba que no hacía bien las cosas, y poco a poco su sonrisa se truncó en una expresión infeliz.

El tercer mes, a la entrada de la fábrica, como siempre, se extendían las hileras de los trabajadores que aguardaban para empezar otra vez su labor. Muchos de ellos escondían las manos en los bolsillos y miraban hacia el suelo, cabizbajos. La zapatera empezó a entenderlos. Algunos tenían las comisuras de los labios tan arqueadas hacia abajo que de haber dibujado una línea entre ellas tendría un arco listo para disparar flechas. Y algunas palabras en buena medida lo eran.
De pronto, oyó que alguien le chistaba.
- ¡chst, chst!
La zapatera se volvió. Era uno de sus compañeros. Un muchacho rubio de pelo alborotado y cara pecosa.
- Vigila a los ratones -le dijo.
- ¿Los ratones? -preguntó la zapatera.
Pero el joven ya había vuelto a su fila.
En aquel mes tan terrible, la zapatera contó su material para trabajar. Tenía piel para veinte pares de zapatos (piel sintética, esta era una fábrica ecologista), tenía ochenta cordones y todo lo demás que le hacía falta: aguja, hilo, purpurina, refuerzos para las punteras, tapas, material para decorar...
Pero el día veintitrés de ese mes ocurrió algo extraordinario. La zapatera contó de nuevo su material y descubrió que le faltaban cinco cordones y dos punteras. 
Alguien le estaba robando.



********

Como la zapatera no era nada tonta, se puso a investigar. Un buen tejedor sabe seguir el hilo hasta la madeja y la zapatera quería ver qué clase de madeja era. De las respuestas que obtuvo dedujo que a todos los empleados de aquella fábrica de zapatos les ocurría lo mismo. Pero entonces, ¿tenía sentido esforzarse?
Un buen día, el cuarto de luna llena desde que empezara esta historia, la zapatera cayó enferma. Estaba tan triste y tan cansada, que no podía hacer las cosas como antes.
Al ver lo mal que se encontraba, una de sus compañeras le dijo algo:
- Deberías ir a ver al gran Hacedor de Zapatos.
El gran Hacedor de Zapatos era una leyenda. Decían los más antiguos en la fábrica que cada empleado podía ir a consultarlo dos únicas veces en toda su vida laboral. Y muy pocos conocían el camino.
- Reside en la montaña de las suelas, más allá del río del betún. Ve a verlo.
- Lo haré -contestó la zapatera.
Se puso en marcha. Atravesó las cadenas de montajes, superó la máquina de abrillantar, avanzó a través de kilómetros y kilómetros de campos de cuero sintético y por fin vislumbró el río de betún, justo detrás de los riachuelos de tintes que daban color a los materiales.
Saltó unos y buscó un puente para llegar al otro lado del río que era más ancho.
En lo alto de una colina de suelas y tacón se encontraba la casa del gran Hacedor de Zapatos.

*********


La zapatera llamó quedamente a la puerta sin recibir respuesta. Carraspeó y de nuevo volvió a llamar, esta vez con insistencia. Desde dentro llegaba un ruido extraño. Como el que provocaría una rueda dentada oxidada al girar en un gran mecanismo. También se oía pequeñas explosiones apagadas y, de vez en cuando, alguna maldición.
- ¡Entre! -exclamó una voz de pronto.
La zapatera desplazó un poco la puerta, sin llegar a abrirla del todo.
Encima de una gran plataforma había un hombre con el cuerpo redondo como un globo y cuatro pares de brazos realizando distintas tareas. Uno tiraba de una manivela, otro de una clavija, un tercero daba vueltas a otra manivela y así sucesivamente... hasta ocho. 
¡Ocho tareas una misma persona! la zapatera tragó saliva, ¡con razón le llamaban el gran Hacedor...!
- Dis...discuple -comenzó.
El hombre dejó de trabajar, se ajustó las gafas redondas con una de sus ocho manos y se inclinó para ver mejor a la intrusa.
- Disculpe usted -comenzó ella.
- ¿Sí?
- Yo... yo...
- ¿Tú qué?
Armándose de valor, la zapatera expuso su caso. Algo atropelladamente, cabe decir.
- ¡Verá, no me sale nada bien! Desde hace cuatro meses a pesar de lo mucho que trabajo no consigo la campanilla de cristal. Y estoy muy triste. He pensado que a lo mejor usted podría darme una respuesta.
El gran hacedor se rascó la mejilla donde una barba incipiente de color rojo la sombreaba.
- Dices que no ganas la campanilla de cristal... veamos, eso significa que debes de ser de la cadena de montaje, ¿verdad? La de los zapatos dorados.
- Sí.
Las ruedas dejaron de girar y la gran máquina que controlaba el Hacedor se detuvo.
- ¿Antes ganabas la campanilla de cristal?
- ¡Sí, siempre!-respondió en el acto la zapatera.
- Hum -continuó el Hacedor-, pues si antes lo hacías y ahora no, ¿es que haces distinto tu trabajo?
La zapatera abrió la boca para contestar, pero se contuvo. 
En verdad no. 
- Pues si tú eres la misma antes y ahora -continuó el Hacedor-, será que otra cosa ha cambiado, ¿no te parece?
Se hizo el silencio.
- Lo cierto es que sí, así debe ser -la zapatera calló un momento, pero luego la preocupación volvió a pintarse en su rostro-, ¡pero no debo de hacerlo bien! ¡no entiendo lo que está pasando!
Tras suspirar hondamente, el gran Hacedor de Zapatos, ayudándose de sus manos, bajó de la plataforma. La zapatera calculó que debía de medir tres metros y su cuerpo era más grande que cualquier otro objeto redondo que ella jamás hubiera visto. Parecía un planeta en miniatura.
- ¿Cuántos zapatos te piden que acabes al mes? -preguntó, mirando de hito en hito a la zapatera.
- ¡Cuarenta!
- Cuarenta por diez cadenas de producción hacen un total de cuatrocientos zapatos. Cuatrocientos zapatos al mes implican ochocientos cordones.
- Sí.
- En la fábrica -continuó el hacedor mirando muy de cerca a su interlocutora-, sólo hay setecientos cincuenta cordones, jovencita.


**********

- ¡¡Pero eso no es JUSTO!!-gritó la zapatera disgustada.
El gran Hacedor regresó a la plataforma.
- ¡Oye, espera un momento!, ¿entonces es verdad que no hay cordones para todos?
- Eso parece -respondió el Hacedor mirando para su gran máquina, que se había parado.
- Y los ratones a veces se los llevan.
La zapatera había oído rumores, pero no les había dado crédito, hasta entonces.
- Así es.
- ¡¡ESTO NO ES JUSTO!!-afirmó- ¿Qué debo hacer entonces?
El Hacedor desvió su atención de la gran máquina para mirar a la joven. Ciertamente, se dijo, tenía valor. Quizá un poco equivocada la visión del mundo pero era muy joven todavía.
- ¿Qué puedes hacer? -le preguntó.
- NO lo sé. ¡Si haga lo que haga no depende de mí!
- ¿Qué no depende de ti?
- ¡El resultado!
Ganar o no ganar la campanilla de cristal no dependía completamente de la zapatera. De hecho, muchos le habrían dicho que no dependía de ella en absoluto
Era un dilema. 
Pero el gran Hacedor de Zapatos confiaba en que la respuesta la encontraría sola. Y así fue. Sólo necesitó un empujoncito.
- ¿Y qué cosas dependen de ti?
- Bueno... el esfuerzo que hago -contestó la zapatera-, y la ilusión. También que intento que los zapatos sean de buena calidad, no me gusta darles un mal acabado sólo para que estén los cuarenta a tiempo. Y si puedo ser creativa e inventarme alguna forma de que cada par de zapatos sea diferente, eso también lo hago.
El hacedor plantó dos pares de manos a ambos lados de la zapatera e impulsándose se acercó de nuevo a ella, tanto que sus narices habrían podido rozarse. Cuando habló, su aliento le hizo cosquillas en la cara.
- Eso, jovencita, se llama tener principios.
- Eso sí puedo controlarlo.
- Pues ya sabes. Regresa y olvídate de poner el corazón en cosas equivocadas. Haz lo mejor que puedas tu trabajo y el resto lo decidirá la Providencia.


********
La zapatera bajó la montaña de suelas, cruzó el río del betún, saltó los riachuelos de colores -se cruzó con un par de ratones que llevaban en su boca algunos cordones dorados-, atravesó el bosque de tapas y llegó de nuevo a la zona de las cadenas de montaje.
A partir de ese día dejó de poner su corazón en la cadena; de lo contrario, pronto se habría quedado sin él y no sólo no podría hacer bien su trabajo, sino que enfermaría de tristeza. En vez de eso, dedicó su esfuerzo y su ilusión a hacer bien su trabajo, independientemente del resultado.
¿Qué fue de ella? no os lo puedo decir. Habréis de elegir el final de la historia. Algunos dicen que su integridad llevó a que muchos se fijaran en ella y al final obtuvo una recompensa. Otros, que como ya no le importaba ganar o no ganar la campanilla, jamás volvió a ganarla, pero al menos era feliz.
Unos pocos os dirán que al trabajar con principios se gana siempre.
Otros, que no sirven para nada.
El resultado queda en manos del lector.
FIN.



8 comentarios:

Victoria dijo...

¡Feliz Año Nelly! Estos días festivos he estado muy ocupada, pero hoy ya me he leído todas tus publicaciones y por lo que veo te ha cundido el tiempo, has hecho un montón de cosas y compartido reflexiones, muchas gracias ñ_ñ

Nelly dijo...

Muchas de nadas, ¿qué tal tu comienzo de año???
¡¡Un placer que te pases por aquí!! :D

Victoria dijo...

Pues muy bien, la felicidad es el camino, no la meta :D

Nelly dijo...

:D ¡qué razón tienes! últimamente tengo grandes "profesores" de felicidad en mi vida (los libros, tú y otra amiga que sabéis de esto y alguien que no sé dónde clasificar, jajajajajaja). Tenemos que hacer esa visita especial que me comentaste antes de Navidad.
A ver si elegimos un día!
:D besitos!!!!!!!

Orfalas dijo...

Estos son los cuentos que a mi me gustan porque no son solo palabras, son una puerta :D

Victoria dijo...

Sí, ahora que tengo más tiempo ya os puedo acompañar... espero que te pueda ayudar ñ_ñ

Victoria dijo...

Por cierto, gracias por incluirme como uno de tus "profesores" de felicidad :D
Ese alguien que no sabes dónde clasificar suena a tu "ángel de la guarda", jijiji.

Nelly dijo...

^_^ sí, es algo así...
A veces pienso que a su pesar, jajajja...

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